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El deber de amar a nuestra Santísima Madre

Necio es el hombre que quiera ganar guerras, conquistar tierras o tan siquiera despertar en las alboradas, sin abandonarse primero a su cruz.

En los dolores excruciantes de nuestro Señor Jesucristo, se encuentra la Madre dolorosa; prosternada a la cruz de su Hijo, ambos en mansa compañía. Nuestro Señor inclina la cabeza a guisa de no ver el sufrimiento de María, pero sus ojos no resisten el querer admirar tantísimo amor en ayes, empero, tanto más, amó Dios al hombre, que permitió que el alma de aquel Amor lacrimoso, una espada traspasara. Y al estar dando al hombre hasta su última gota de sangre, atisba a Juan para decir a la Virgen palabras tales, «Mujer, he aquí a tu hijo,» y a Juan, «Hijo, he aquí a tu Madre.» La Santísima Virgen; que sollozaba sin consolación, lo entendió todo, agora sería Madre de los que, a inerme de defender el amor a la cruz, en amor a la cruz se mantienen.

Necio es el hombre que quiera ganar guerras, conquistar tierras o tan siquiera despertar en las alboradas, sin abandonarse primero a su cruz, sin orar diariamente y aún menos, sin amar a la Madre, pues los hijos de María de questos tiempos, saben bien que antes de que la Santísima Virgen aplaste a la Sierpe, serán aquel calcañar acechado por Belial y encono del mundo. Así, claro está, que a priori de cualquier empresa humana a emprender, está el combate espiritual que cada uno debe afrontar, pues entre las distracciones, el ruido y las flaquezas de nuestras carnes, dejamos pasar el tiempo que debemos invertir para conquistarnos a nosotros mismos y entregarnos a Dios, para así conseguir las riquezas de las gracias del Altísimo y las cuales nuestra Santísima Madre está presta a distribuir en abundancia, pues hay que recordar que la santidad se forma en las borrascas de las luchas espirituales.

El Descendimiento, Rogier van der Weyden, 220 cm x 262 cm, h. 1435. Madrid, Museo Nacional del Prado
El Descendimiento, Rogier van der Weyden, 220 cm x 262 cm, h. 1435. Madrid, Museo Nacional del Prado

¿Qué más puede querer uno como hijo, si no es defender a su Madre? Cristo, en su infinito amor, nos ha hecho estirpe de la Santa Tradición para ser socorridos por la Gracia Divina, mas como hijos, debemos estar pronto a dar la vida y no tolerar las diferentes blasfemias que se hacen en contra del Corazón de la Inmaculada, pues ya bastante ha llorado nuestra Madre con nuestros propios pecados, como para permitir que se diga que la Virgen María ha sido una mera discípula de Jesús, que no es corredentora del género humano o que se admita que no es indispensable para la salvación de las almas. Cierto es que nos vemos rodeados por huestes de maldad y que la mayoría de las iglesias han sido usurpadas por el Enemigo, pero al ser una época advertida por Dios, se nos da en las vicisitudes todo lo necesario para ganar la vida eterna.

No dejemos solo a nuestro Señor Jesucristo en profunda tristeza, pues mientras que Él limpia nuestras manchas con su preciosísima sangre, encima tengamos el descaro de faltar al altísimo e indigno ministerio que se nos ha otorgado, de amar y defender a su Santísima Madre. De esta forma, debemos formarnos en lo que nos haga falta y ayudar humildemente a nuestros hermanos que precisan de caridad, amemos la pureza iluminada por la perfecta albura de María, para que haya más santas vocaciones religiosas y santas familias. Sea pues, el menester de cada cristiano, fortalecer su fe y consagrarse al corazón de nuestra Santísima Madre, la Virgen María. No hay que olvidar que tenemos un Cielo a favor nuestro y que no falte el católico que al rezar diga, “Madre, que por amarte, a mi también una espada me atraviese el alma.”

Puede leer:  Vosotros, que pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor semejante a mi dolor

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