Una de las verdades históricas que los medios de desinformación han procurado distorsionar más celosamente es que fueron los cruzados de la democracia los inventores y casi exclusivos promotores de los bombardeos aéreos contra las poblaciones civiles. Se cumplen estos días 76 años de las dos bombas atómicas lanzadas sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki.
Situándonos en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, a pesar de sus espectaculares éxitos de 1942 y 1943, que le llevaron a Nueva Guinea y Birmania, el Japón – las tres cuartas partes de cuyas fuerzas estaban
entretenidas en la lucha contra el coloso chino – no pudo hacer gran cosa frente a la superioridad numérica y material de sus enemigos.
Consciente de ello, a principios de 1945, el Mikado hizo tanteos de paz, a través de la URSS – recordemos que lejos de atacar a los soviéticos, como a ello se había comprometido, Japón firmó con Moscú un tratado de alianza en 1942, cediendo a la URSS sus reservas carboníferas de Sakhalin y absteniéndose de atacar a los mercantes americanos que llevaban mercancías al puerto de Vladivostock. El signatario de ese pacto, tan beneficioso para la URSS, fue un tal Salomón Lozovski. – y también a través de Suecia, pero Roosevelt los rechazó. Japón debía ser aplastado y eliminado como gran potencia. Suzuki, nuevo presidente del Consejo de Ministros, ofreció retirar todas las tropas japonesas de Birmania, China, Malasia y las islas que aún conservaban en el Pacífico. Sólo pidió la no ocupación de la metrópoli y que fuera respetada la Familia Imperial. Pero el nuevo presidente norteamericano Truman siguió las huellas de su predecesor. Incluso en América era «vox populi» que Tokio quería la paz.
Sin embargo, el 6 de agosto de 1945, un avión norteamericano dejaba caer la primera bomba atómica sobre Hiroshima, que no poseía ningún objetivo militar. 70.000 personas perecieron en el acto. Japón pidió, oficialmente, la paz. Washington preparó entonces laboriosamente su respuesta a la petición japonesa. Muy laboriosamente, para que Stalin tuviera tiempo de denunciar su tratado con Tokio, declarar la guerra a su vez y poder así participar como «beligerante» en la Conferencia de la paz. Lo hace el día 8 de agosto. Veinticuatro horas después, el 9 de agosto, otra bomba atómica fue arrojada sobre Nagasaki. 55.000 muertos. Por tanto, las victimas japonesas causadas por la atomización de Hiroshima y Nagasaki suman un total de 125.000 muertos. Un crimen de guerra al que hay que sumar las víctimas japonesas causadas por los bombardeos terroristas norteamericanos, como los llevados a cabo sobre Tokio, que sumarían en total 300.000 muertos, más del doble que los causados por las dos bombas atómicas, y de los que nunca se habla.
Por otro lado, tendríamos que añadir a eso los soldados japoneses retenidos en Australia como trabajadores forzosos internados en campos de concentración, que fueron 130.000, y no se dispone de datos acerca de los japoneses retenidos igualmente en la India, pese al cese de las hostilidades.
El Imperio del Sol Naciente anunció oficialmente, su rendición incondicional y su capitulación.
Los soviéticos no habían llegado a disparar un solo tiro contra los japoneses, pero serían los únicos que obtendrían ganancias territoriales en Extremo Oriente, como las islas Kuriles robadas a Japón. Los chinos, que luchaban contra el Japón desde 1931 recibirían, como premio la implantación del comunismo, posibilitada por Washington. Norteamérica que es la que, realmente había vencido en el campo de batalla, perdería las Filipinas. Los ingleses y los holandeses, que habían encajado los duros golpes iniciales del Mikado, desaparecerían como primeras potencias en Asia. “Magnífico” balance
Y, ni que decir tiene, todos estos crímenes de los aliados quedaron impunes. Al menos, no los olvidemos.
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