Laureano Benítez Grande-Caballero
Es un hecho conocido que vivimos una época de abrumador feismo, de colosal chabacanería, de pavorosa cutrez, presidida por un mal gusto que raya en la obscenidad, expresado en unas modas que convierten a las personas en esperpentos: piercings, tatuajes, modas espúreas, pelos imposibles, calaveras luciferinas por doquier…
Durante el invierno, los abrigos tapan toda esta colosal miseria, este abismo de fealdad; pero, cuando llega el verano, toda esta ordinariez queda al descubierto, a la visión estupefacta de los que nacimos en otra época más estética, más educada, de mayor corrección en la indumentaria. Es así como las horrendas camiseta sin mangas, los top femeninos, los pantaloncitos pirata, los mini-shorts de las mancebas dejan al descubierto toda esa mugre tattoo, que me resulta verdaderamente insoportable, y no sólo porque el tattoo sea una moda patibularia que empezó en los piratas caribeños y en los calabozos de Alcatraz, sino también porque la mayoría de las imágenes que se tatúan son espeluznantemente luciferinas, con siniestras calaveras en lugar de honor.
Sin embargo, he de confesarles que lo que más me fastidia de todas estas indumentarias tipo «Mad Max» es la absoluta inmodestia en el vestir de muchas mujeres, que prácticamente salen ya a la calle en ropa interior, a quienes no les importa en absoluto mostrar gran parte de su anatomía, sin ningún pudor, sin ningún recato. Me gustaría que alguien me explicara por qué un vaquero ajustadísimo y cortísimo –lo que se llama el «short cachetero»– es indispensable para conseguir cierta frescura bajo un calor tórrido, cuando durante milenios las mujeres no han ido así, y no han muerto por legiones debido a golpes de calor. Será que la canícula se ceba con crueldad en las mancebas más que en el resto de la gente.
Lo que me faltaba: por si fuera poco soportar el borreguerío de los bozales, ahora se le añade la carnestolenda de la carne humana… y además, por si esto también fuera poco, carnes que exhiben luciferinos tatuajes –de los que hablaré en otra ocasión, faltaba más–.
Naturalmente, estas modas impúdicas no se deben a una desesperada búsqueda de frescor, sino que obedecen más bien a qué muchas mujeres son de las que se dicen cada día ante el espejo. «¡Que buena estoy, qué tipo tengo!».
Y lo más chocante es que no son sólo las jovencitas púberes –que con frecuencia van acompañadas de sus padres, sin que a éstos les importe la exhibición pública de sus hijas–, sino que señoras empujando carritos de bebé van también dando su espectáculo.
Toda esta exhibición de carnaza, este espeluznante carnaval, me recuerda aquello que gritaba un profesor cuando los alumnos nos amontonábamos en la puerta del aula para salir al recreo: «¿Adónde va ese montón de carne humana?». Porque de eso se trata, de montones de carne humana exhibiendo su impudicia, su inmodestia, su falta de educación y respeto, a plena luz del día. Mas, en honor a la verdad, esa pregunta es retórica, porque que de sobra sé quién es el pastor que la guía, y hacia dónde van esos montones de carne humana.
Y podré ser anticuado, y me llamarán facha, pero, como cada vez estoy más asqueado del mundo que me rodea, hace ya mucho tiempo que me refugio en series de televisión de época, a las que me he evadido como quien marcha a un mundo paradisíaco, harto de la chabacanería y grosería que me rodea; porque, como ya he dicho en algunas ocasiones, «Damas y caballeros, estoy muy harto y no puedo soportarlo más». En fin, que me hecho un asiduo de polisones y miriñaques, de pamelas y fracs, de levitas y abanicos. Cualquier día acabo entre montañas al estilo «Heidi», como el abuelito de marras.
Sin embargo, no me gustaría acabar esta queja cósmica contra el hedor veraniego sin referirme, una vez más, al Nuevo Orden Mundial, último causante de toda esta cutrez sideral que me agobia. Y no es broma, ya que hace mucho tiempo que estoy convencido de que todos los fenómenos que operan a una escala global se deben invariablemente –como es lógico–, al globalismo. Y estas modas impúdicas son un fenómeno que corroe globalmente a todas las sociedades occidentales, constituyendo una muestra más de su decadencia y degeneración, pues son un síntoma más del virus amoral que las han llevado a los abismos actuales.
En efecto, mi experiencia de historiador me ha llevado al convencimiento de que las sociedades, las culturas, los imperios y las civilizaciones no acaban en las escombreras porque los ataque un enemigo externo, un Atila de esos, unos bárbaros sedientos de botín. No: las civilizaciones se sumen en su agujero negro por las metástasis que las corrompen desde dentro, que las enferman de inmoralidad, que destruyen todos los valores y principios que mantenían la cohesión interna de esas sociedades.
Roma no cayó por la invasión de los bárbaros, sino por la horrible inmoralidad de una sociedad completamente podrida, que tenía en el aborto su lacra más clamorosa, producto a su vez de un estamento femenino entregado a una «liberación» que llevó a la destrucción de la familia romana, basada en el matriarcado. Fue por eso por lo que el cristianismo triunfó en el Imperio, porque ofrecía a una sociedad degradada justamente aquellos principios y valores que habían sido abandonados, pero de los que existía un recuerdo nostálgico.
España, Europa, Occidente, están siendo minados desde dentro por un horrible tsunami de inmoralidad, de libertinaje, que, como las termitas y la carcoma, acabará por derrumbar el edificio de una raza que creó una civilización maravillosa, para gloria del mundo. Desde este punto de vista, estas modas impúdicas se unen a una corriente de inmoralidad injertada en las venas europeas por el pensamiento neomarxista, por el marxismo cultural –la ideología oficial del NOM–, que pretende acabar con la civilización cristiana no con arietes ni catapultas, ni con bastillas ni Palacios de Invierno, ni con Paracuellos ni Cuarteles de la Montaña… sino pudriéndola desde dentro extirpando sus valores, sus principios, sus leyes naturales: modas impúdicas, aborto, eutanasia, LGTBI, multiculturalismo, anticatolicismo, animalismo… En Canadá ya está permitido tener relaciones con animales, y en Francia se ha legalizado prácticamente la pederastia… Y, ¿qué decir de la pestilente Europa del Norte, legalizadora de todos los vicios?
Sucede que una civilización que chapotea en el lodazal de los vicios se debilita, pierde su norte y su esencia, pues la energía vital de sus pueblos se agota en comodidades y vicios, y sus enemigos la encuentran presa fácil tras noches de orgías y borracheras, de drogas y libertinaje, de conductas extraviadas que llevan la carne humana hacia el más profundo de los tártaros.
Por aquí está cayendo nuestro mundo, por aquí triunfará el NOM. Porque, contradiciendo a Oswald Spengler, a esta civilización enferma no la salvará un pelotón de soldados, sino una revolución en las costumbres, una vuelta a las leyes naturales, a las raíces cristianas que están en el mismo sustento ideológico de la civilización occidental.
Así que ahora, en este 2022 A.D, vuelvo a avisar: Europa, España, guárdate de las carnestolendas de junio.
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