Las ideas llegan y pasan, como las olas. Una idea aceptada por muchos adquiere una fuerza formidable. Una idea convertida en slogan corre fácilmente de boca en boca, de mente en mente, y pocos se atreven a discutirla.
Así nacen mareas ideológicas. Serán benignas, si las ideas están cerca de la verdad y si se ofrecen desde otra idea especialmente valiosa: la del respeto. Serán nocivas, si esas ideas están teñidas de mentiras y si no vienen acompañadas por el amor a la justicia.
El mundo de hoy también tiene sus mareas ideológicas. Basta con imaginar algunos argumentos sobre los que ya existen leyes que prohíben opinar más allá de lo establecido como “dogma”. Incluso en algunos lugares temas históricos no pueden ser analizados y discutidos libremente.
Frente a esas mareas ideológicas, una gran mayoría opta por el silencio conformista o por el miedo: sólo las personalidades heroicas, los Sócrates de todos los tiempos, tienen valor para enfrentarse a las ideologías dominantes.
Pero una marea ideológica no garantiza el acceso a la verdad, ni promueve un mundo abierto a la justicia. Sólo si cada uno, seriamente, analiza qué valor pueda tener esta o aquella idea, sólo si razona desde una actitud reflexiva y una sana libertad de espíritu, tendrá la posibilidad de acoger lo bueno y de denunciar escorias y engaños que avanzan peligrosamente.
Mareas ideológicas avanzan con fuerza inimaginable ante los ojos de millones de personas. Quizá algún día sea casi imposible oponerse a ellas, porque los manipuladores ideológicos, envalentonados, perseguirán con mil insidias a los “disidentes”.
Pero incluso en ese caso habrá corazones valientes que denunciarán esas mareas ideológicas, porque poseen mente reflexiva y espíritu crítico. Corazones que también hoy sabrán aprovechar los espacios disponibles para el pensamiento libre, y que es urgente aprovechar para el bien de nuestro tiempo y el de las generaciones futuras.