El pensamiento de Hegel, nudo fundamental del pensamiento de Occidente, encuentra fácilmente resistencias. La verdad de la que habla no es una verdad tranquilizadora de la que uno se pueda adueñar. Es una verdad generada, que se hace historia.
La historia se estructura en un antes y un después. El antes y el después no constituyen una simple sucesión, sino un movimiento del que no dominamos completamente su origen ni su ley. Hegel puso el acento, siguiendo las huellas de san Agustín, sobre el carácter enigmático del tiempo. En el Libro XI de las Confesiones, san Agustín dice que cree saber qué es el tiempo, pero que si se lo preguntaran encontraría un gran embarazo para encontrar respuestas. De hecho, el antes, respecto al presente, ya no es, salvo en los recovecos de la memoria; el después, respecto al presente, aún no es, salvo como expectativa y/o imaginación. En cuanto al presente, es imperceptible porque, apenas intentamos aferrarlo, ya se ha convertido en pasado.
Derrida, el gran filósofo francés desaparecido hace unos años, nos devolvió en “Le temps des adieux” una lectura de Hegel alejada de los habituales clichés. Derrida comenta el libro de una de sus discípulas, Catherine Malabou, titulado “El porvenir de Hegel”, y lo hace retomando esta idea: Hegel tiene porvenir porque fue un gran pensador del porvenir.
El porvenir, hay que entenderlo bien, no es el futuro. El futuro es lo que aún no es, y lo concebimos como un horizonte delante de nosotros, vacío, ignoto, que puede generar en nosotros esperanzas o miedos. El porvenir es un futuro que se arraiga en nuestra memoria, que carga con nuestros deseos, que sobre todo es capaz de implicarnos personalmente, singularmente, como Hegel no deja de señalar. El tiempo del porvenir es el futuro anterior, ese tiempo extraño que expresa el máximo enigma del tiempo. Cuando decimos “cuando me apague”, “cuando sea derrotado”, ¿qué estamos diciendo realmente, dónde nos situamos? El futuro no existe hasta que no se haga presente: está hecho de nada. Pero en el futuro anterior nosotros nos situamos: el futuro anterior puede acoger el futuro simple, lo contiene, hasta lo puede juzgar (“cuando me apague”), sin por ello existir.
Pero en este tiempo que es el futuro anterior, que parece no tener nada de temporal en el sentido de lo que discurre, de lo que pasa, nosotros podemos situarnos como abrazando el tiempo, como mirándolo desde fuera. Por otra parte, el futuro anterior parte de dos tipos de nada: la nada del ahora, que termina en el pasado, y el nada del futuro, que aún no es. También es verdad que si no tuviéramos la capacidad de imaginarnos el futuro, si no tuviéramos la capacidad de un futuro anterior, esta suerte de exceso de nuestro propio futuro, estaríamos desesperados, necesariamente encerrados en nuestro presente. Un presente del que solo podríamos salir arrancados sin saberlo.
El futuro anterior es ese aspecto de nuestra razón capaz de captar el acontecimiento. El acontecimiento no es un hecho crudo, imprevisto, un darse con las narices contra algo inesperado, ya sea doloroso o feliz. El acontecimiento puede ser interrogado, acogido o rechazado por un yo que se deja implicar, que puede cambiar, para bien o para mal. El acontecimiento solo se puede pensar y vivir en un sí previo, no en sentido cronológico, en una posición que sea capaz de reconocerlo, con riesgo y sin garantías.
Futuro anterior y acontecimiento, en una palabra el porvenir, implican la fe. Se trata de una fe laica, pero fe, confianza, fiarse, sin la cual el ser humano no puede vivir, salvo que quiera consistir en un programa tecnocrático y/o tecnocientífico donde el ser humano pueda funcionar como un rodillo. El rodillo no tiene dudas, no toma decisiones, no hace previsiones, no siente esperanza ni amor.
El pensamiento que piensa el porvenir piensa en algo que no ve, que no ve venir, como expresa Derrida. Es un pensamiento difícil, “especulativo”, pero su dificultad no es tanto de tipo filosófico. Es una dificultad que deriva de la estructura misma del porvenir, que implica un deseo y una esperanza no garantizadas, que implica por tanto también la desaparición, la despedida, la muerte.
Por otro lado, la sociedad actual, fruto de la fase extrema del imperialismo capitalista, es una sociedad construida según un programa de dominio del otro, aunque disfrazado con palabras como igualdad, comunicación, globalización. Un pensamiento y una disposición del porvenir como esta nos expone, en cambio, a la ausencia y al riesgo intolerable de la libertad.