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Opinión

La confianza y la previsibilidad, dos ingredientes imprescindibles para que los ciudadanos consideren que existe un buen gobierno.

Decían los existencialistas que la angustia vital surge en los individuos cuando perciben un futuro indefinido, un horizonte lleno de posibilidades al que la persona debe enfrentarse sin ninguna garantía, la angustia incluye, además, desesperación y temor. Los seres humanos son incapaces de vivir sin una confianza duradera en algo indestructible.

En las sociedades supuestamente civilizadas el Estado debería ser gerente y garante del bien común, para lo cual es necesario que el Derecho, la Economía, la Política se “reconcilien” con la Ética. ¡Ojo, “ética” y “estética” no son lo mismo aunque suenen parecidas!  Lo cual está bastante lejos de la situación que padecemos en la España actual, en la que reinan la impunidad, la corrupción, el autoritarismo, y por supuesto, un profundo cinismo.

Esa reconciliación urgente de la Democracia con la Ética, con la Sociedad implica meterle mano a una de las cuestiones que supuestamente indignan más a los españoles: la corrupción.

Antes de hincarle el diente a asunto de la corrupción, no podemos perder de vista uno de los más importantes síntomas de la quiebra moral que padecemos en los tiempos que nos ha tocado en suerte vivir/sufrir, me refiero a una actitud muy frecuente cuando se habla de cuestiones morales y que se puede resumir como:

 

“No hay tonos negros o tonos blancos, sólo hay tonos grises”.

 

La frase se suele aplicar a personas, acciones, principios de conducta y a la moralidad en general. “Negro o blanco”, en este contexto, significa “bueno o malo”.

Aquello de “nada es verdad ni mentira, depende del color del cristal con se mira”. Pero, cualquier persona que sea algo más que medianamente honesta sabe que en cuestiones de moral no caben tonos grises, pues inmediatamente que alguien abandona el tono blanco se encamina inevitablemente hacia el negro, abandona el bien y se acerca al mal.

Otra cantinela repetida hasta el hartazgo, con intención de relativizar y para que la gente la acabe integrando en sus esquemas de pensamiento y acción que cualquier cosa es aceptable y respetable, es “Nadie es perfecto en este mundo”, es decir, toda persona es una mezcla de bien y mal, y, en consecuencia, moralmente “gris”, lo cual ha ocasionado que la mayoría de la gente lo haya acabado aceptando como si fuera un hecho natural que no necesita consideración adicional.

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Como consecuencia de todo ello, si el ser humano es “gris” por naturaleza, no se le pueden aplicar conceptos morales, incluyendo el “tono gris”, y no es posible la moral.

El que exista un determinado consenso, o “convenio epistemológico” no es justificación para desentenderse del problema al relegar a todos los humanos a una moral “gris” y, en consecuencia, negarse a reconocer o practicar la “blancura”. Estamos hablando de un recurso muy frecuentemente usado para justificar lo injustificable: La “falacia ad populum”, también llamada “falacia democrática”, la apelación a la multitud, la apelación a la popularidad respecto de un determinado asunto como razón única, o fundamental para aceptarlo.

Los que recurren a frases tan socorridas, generalmente o es que estén proclamando la no necesidad de moral, sino algo mucho más profundamente perverso: una moralidad no absoluta, fluida, elástica, “a mitad de camino”.

Todo ello es en lo que se apoyan quienes pretenden algo así como una “ética mixta”, “una política mixta”, “una economía mixta” en las que dominan y predominan grupos de presión carentes de principios, de valores o de toda referencia con la justicia. Esto hablando de una guerra cuya arma final es el poder de la fuerza bruta, pero cuya forma externa es un juego de acuerdos, compromisos, intercambios de favores, todo ello amparándose siempre en el consenso, en el maldito como escusa permanente.

Una conducta calificable de Moral (sí, con mayúsculas) debe basarse en un código de negro y blanco. Y no se olvide que cuando alguien intenta tolerar o admitir una cosa que va contra los propios principios, a fin de lograr el tan manoseado y cacareado “consenso”, es obvio cuál de las partes inevitablemente acabará perdiendo y cuál, también de forma inevitable, ganará.

Bien, después de esta digresión, a mi entender necesaria, volvamos a la maldita corrupción.

Empecemos porque el sistema político español está perfectamente diseñado de tal manera que la capacidad de decisión de los políticos, su posibilidad de decidir de forma arbitraria, caprichosa, sean de tal magnitud que corromperse más que una consecuencia sea su resultado más lógico.

La corrupción en España se manifiesta de varias formas, tres en concreto: la corrupción que tiene relación con asuntos urbanísticos, de recalificación de terrenos; la corrupción relacionada con contratos de bienes y servicios por parte de las diversas administraciones; y la corrupción ocasionada por los diversos subsidios y subvenciones.

En el asunto de las recalificaciones, como bien se sabe, la clave está en que hay autoridades, generalmente municipales que poseen la capacidad de alterar el valor de los terrenos que recalifican, y por lo tanto la posibilidad de hacerse ricos, o favorecer a familiares y amigos.

Por otro lado, al existir multitud de oficinas públicas con capacidad de contratar bienes y servicios, también son enormes las posibilidades de adjudicaciones millonarias y milmillonarias, con las consiguientes comisiones o mordidas supermillonarias, a cambio del trato de favor, monopolístico que se les concede a “empresarios patriotas”, o de la cuerda del partido gobernante, sea cual sea el territorio e independientemente de los oligarcas y caciques que campen por sus fueros allí donde esté ubicada la oficina de contratación de bienes y servicios.

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Luego, como tercera forma de corrupción, están los diversos subsidios y subvenciones, que fomentan la obediencia debida, el clientelismo, los estómagos agradecidos, al político que va repartiendo favores y regalitos.

Cuando se habla de todo ello la gente se indigna, grita, vocifera, pues cae en la cuenta de que así, de ese modo los manirrotos que nos mal-gobiernan originan un déficit continuo que acaba repercutiendo en el bolsillo del común de los mortales, e hipotecando el futuro de nuestros hijos, pero esa indignación suele durar poco… Desaparece cuando a uno lo tientan y acaba siendo agraciado con alguna de esas formas de corrupción. Y así hasta que los medios de información vuelven a airear algún caso “Gúrtel”, o “papeles de Panamá”…

Esa reconciliación urgente de la Democracia con la Ética, con la Sociedad debe implicar el que se instituya un sistema de premios y castigos que promueva la excelencia y elimine la mediocridad y la impunidad que actualmente sufrimos, y que no nos merecemos.

Estoy hablando de hacer realidad lo que nuestra Constitución proclama, aquello de que España es una Estado de Derecho, en el que todos: instituciones, dirigentes y la población en general (aquello que ahora llaman “ciudadanía”) asuman el cumplimiento estricto de la ley, extirpando la secular tendencia de los españoles a incumplir las normas, la pícara y ancestral actitud infractora que nos caracteriza, propia del que se salta un semáforo en rojo, o de los que se pasan por la entrepierna la Constitución …

Esa reconciliación solo es posible si se desmantela el Estado Autonómico, si restructura la organización territorial, si se suprimen todos los gobiernos regionales, los 17, y los 17 parlamentos, y los 17 tribunales de justicia, y se priva a todos los oligarcas y caciques de la capacidad inmensa de la que gozan (y su completa impunidad) para lo cual es imprescindible recuperar la unidad de España, y la unidad de mercado, y por supuesto limitar la potestad de los ayuntamientos en lo concerniente a recalificaciones de terrenos, y contratación de bienes y servicios. Y, ni que decir tiene que acabar con la corrupción implica suprimir toda clase de subsidios y subvencione a partidos políticos, sindicatos y cualquier clase de asociación o club privado.

Acabar con la corrupción también significa reformar la Administración de Justicia, el ámbito de la Administración que menos simpatías suscita en la mayoría de los ciudadanos. La Justicia Española es enormemente injusta, fundamentalmente porque es lenta, cara y arbitraria… Es hora ya de que, los jueces se sujeten al imperio de la ley (y no al revés) que en España se respete escrupulosamente la Constitución, y se acabe con la sensación general de arbitrariedad e inseguridad jurídicas actuales.

El “Poder Judicial” no es un Poder Constitucional, dado que está descaradamente subordinado a los partidos políticos; los integrantes de la Administración de Justicia –por más que la Constitución diga lo contrario- no son independientes, ni responsables. Los medios de comunicación cuentan con demasiada frecuencia los disparates de los jueces, nos informan de los retrasos, de los enormes costes de la justicia, y de la sumisión del Consejo General del Poder Judicial al partido gobernante. A la única conclusión que se puede llegar es que a nadie de los que tienen capacidad de decisión, de poner orden en semejante desbarajuste, le interesa demasiado que el poder judicial recobre –o mejor dicho, adquiera- características de “poder constitucional”.

Hablaba al principio del texto de “la angustia”; la ausencia de angustia, la seguridad, el sentimiento de orden, guardan relación con que las decisiones, las resoluciones del  Gobierno previsibles.

Los ciudadanos en sus relaciones con el Gobierno, la Administración del Estado deben saber a qué atenerse, tener suficiente certeza de cuál es la “conducta debida”, la conducta correcta, cuál es la conducta que deben tener, qué es lo obligatorio, etc., pues el no saber a qué atenerse, la incertidumbre provoca inseguridad y angustia insoportables…

Para acabar con la sensación general de corrupción, la gente debe recuperar la confianza, y para tal cosa tiene que haber también “confianza en la justicia”. Debe desaparecer la arbitrariedad de las decisiones judiciales. Lo arbitrario no es de recibo en un Estado de Derecho, pues el Derecho es, precisamente, lo contrario de la arbitrariedad. La seguridad jurídica implica la sujeción de los jueces al Derecho, los jueces se deben ceñir a los hechos, a la prueba, a la jurisprudencia… 

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Puede que lo que aquí se afirma no guste demasiado a los que están acostumbrados a las alabanzas, a las adulaciones, a los elogios “política y socialmente correctos”… Pero somos muchos, demasiados, sino todos al fin y al cabo, los que padecemos la corrupción más o menos generalizada, la falta de moral, maquillado todo ello de leyes cínicas e hipócritas, palabras vacías, retórica hueca…

Estoy hablando de un debate urgente, imprescindible, inaplazable si realmente se quiere recuperar él tantas veces cacareado “Estado de Derecho”…

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