La sociedad de hogaño ha generado unas creencias que han favorecido la génesis de una religión cada vez más extendida y ya impuesta en el Estado. En efecto, el culto a lo políticamente correcto es fomentado por las diversas instituciones públicas, y la manifestación de sus dogmas es subvencionada por los organismos oficiales.
Esta confesión conquista paulatinamente todas las parcelas de la vida e inunda, desde el más ínfimo de los gestos, las decisiones que se toman en lo particular y en lo nacional.
Una serie de líneas infranqueables marcan los asuntos que son indiscutibles en un país que, paradójicamente, se ufana de plural y tolerante.
Pero, guste o no, en esto consiste en esencia la democracia liberal. Sobre las opiniones más extendidas y los gustos mayoritarios se erigen los mal llamados intereses generales de la ciudadanía, que suelen también coincidir con su “voluntad”. Pero esta voluntad, estos intereses y, en definitiva, estos principios intocables no surgen en el hombre de forma natural y espontánea. Son el resultado de un largo proceso: las campañas de concienciación planeadas por el gobierno central, autonómico y municipal, acompasadas por el apoyo incondicional de los medios de comunicación, vertebran uno de los ejes centrales de un meticuloso adoctrinamiento.
Pero lo más preocupante es que el sistema educativo sustente este proyecto verdaderamente totalitario: niños y jóvenes son víctimas de un excluyente pensamiento único. Víctimas del rencor y del odio, los estudiantes se han convertido y se convierten en aprendices de un relativismo sin tapujos, frío y despiadado, que borra cualquier norma universal y, por ende, cualquier norma católica que aclare nuestras almas y ampare nuestra existencia bajo la luz eterna de su imperio.
Asignaturas como “educación para la ciudadanía”, ética, filosofía e incluso (y especialmente) Historia son, en no pocos casos, poderosos instrumentos mediante los que transmitir el materialismo, el hedonismo, el ateísmo y el escepticismo como pilares de todo pensamiento que se pretenda legítimo.
Carente de valores y de personalidad, la juventud atraviesa ─con exiguo espíritu crítico─ una gran crisis moral generalizada de dimensión ecuménica.
Y todo lo que se oponga a lo establecido es rápidamente etiquetado con adjetivos de connotación peyorativa que facilitan su eliminación.
Afortunadamente, esta religión de lo políticamente correcto que confía en divinidades terrenas se puede derribar. Su fe se asienta sobre verdades en las que no cree. Su fe es la no creencia en nada. Así de contradictoria es la modernidad. Y, aprovechando su mutabilidad en razón a los vaivenes de la opinión, conviene principiar una batalla contra estas imposiciones.
Y es en esta titánica lucha en la que juega un papel de primer orden la Familia que, como afirmase Chesterton, no es tan solo una célula de la sociedad en el sentido biológico; también lo es en el aspecto social, político, cultural y moral.
La Familia, la verdadera y tradicional, es el último bastión desde el que defensar la Vida y la Libertad, en mayúsculas y sin apellidos. Quizás es por ello que el sistema se afana en derribarla a toda costa.
Si esta icástica institución (la primera en que se incorpora el individuo) recuperase la capacidad de formar en valores espirituales a sus miembros, cesaría en buena parte la tiránica manipulación a la que asiste impasible.
Esta función, de raíces hondamente cristianas y españolas, no se basaría tanto en la generación de nuevas fuerzas morales al estilo puramente nietzscheano sino en la regeneración de las antiguas.
De aquellas que, por moda o conveniencia, han sido llevadas a sus últimos estertores y, si no se rescatan, desaparecerán junto con la propia existencia de España como Nación y como cultura.