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Análisis

Reformar la ley electoral española, pero ¿qué reforma?

Cada vez que hay elecciones, y de un tiempo a esta parte España está en campaña electoral de forma permanente o casi, se acaba hablando de que hay que reformar la ley electoral española. Rara es la ocasión en la que alguien no se queja de que los partidos políticos que tienen como objetivo destruir España no deberían estar presentes en el Congreso de los Diputados (de veras que España, “Spain ist different” también en este aspecto, pues en ninguna nación sensata se permite tal cosa y por supuesto en ningún país de nuestro entorno se subvenciona a los separatistas por parte de ningún gobierno central, o cosa parecida). Luego están los que cuestionan la “ley D’Hont” puesto que impide que todos los españoles seamos iguales a la hora de elegir a nuestros representantes en el Congreso de los Diputados, pues no vale igual un voto en Finisterre que en La Línea de la Concepción pongo por caso; no, eso tantas veces repetido de que “tu voto es importante, tu voto decide” no es cierto, eso de “un hombre un voto” en España es una de las grandes mentiras que se publicitan por parte de quienes dicen de sí mismos ser los representantes de la “ciudadanía” y que tienen “vocación de servicio”.

Sí, de vez en cuando tal cual ocurre con el río Guadiana, desaparece el “debate” y vuelve a aparecer. Rara es la ocasión en la que no se hace referencia a que si en lugar de haber 52 circunscripciones (habría que llamarlos distritos) hubiera una sola, las cosas serían diferentes. Evidentemente quienes de eso hablan están pidiendo que se vote una única lista de cada agrupación política en toda España, tal como se hace en las Elecciones para el Parlamento Europeo. Quienes apuntan tal posibilidad, sea de forma consciente, sea por ignorancia, están olvidando que si se hiciera tal cosa, incluso por el sistema de listas abiertas –como ya se hace ya con las elecciones para el Senado, esa cámara que nadie sabe para qué sirve, pues carece de atribuciones- lo que se conseguiría es alejar más a la gente de quienes pretenden ser sus representantes…

¿Quién o quiénes conocen ahora a los candidatos de cada circunscripción electoral cuando van a depositar su voto en la urna, quiénes los conocen, acaso saben qué proyectos tienen para la provincia, o mejor dicho para quienes habitan en la provincia en la cual se presentan? Evidentemente nadie, salvo excepciones, sabe quiénes son los diputados electos por su provincia… pregunten, pregunten y lo corroborarán.

Y esto es así por la sencilla razón de que quienes elaboran las listas de cada provincia son miembros del “comité de notables” de cada lobby (léase “partido político”) y cada lobby tiene una “bolsa de empleo” a la que recurre cuando viene al caso. Esa es otra cuestión: los partidos políticos, incluidos esos que claman por que se realicen “elecciones primarias” y expresiones semejantes, no son democráticos (a pesar de que la Constitución Española de 1978 diga que es obligatorio que lo sean) no son sus afiliados quienes eligen a los candidatos, y tampoco se realiza ningún “casting” que no sea el que llevan a cabo quienes cortan el bacalao en cada agrupación política. Evidentemente mediante este procedimiento de selección se consigue fidelidad de los agraciados y lo que llaman “disciplina de partido”…

Y, todo esto ¿Por qué ocurre?

Pues sencillamente porque quienes diseñaron el régimen político que dicen que “los españoles nos dimos” lo hicieron a propósito, su objetivo era crear y consolidar una partitocracia, cuya principal característica es que una oligarquía, con sus correspondientes caciques distribuidos por todo el territorio nacional, controla todos los resortes del poder (mejor dicho de los tres poderes) a la vez que posee una amplia red clientelar que concede trato de favor y regalías a sus potenciales votantes, les concede subsidios, ayudas de todo tipo, subvenciones, y así, de ese modo los “fideliza”, consigue su apoyo a ultranza.

Y me dirán ustedes ¿Qué solución es posible para acabar con semejante entramado corrupto, calificable de mafioso, gansteril o casi?

Pues muy sencillo, emprender una reforma en la que se implante un sistema estrictamente proporcional; los diputados serían elegidos en distritos uninominales por mayoría absoluta, por supuesto instituyendo la lo que supone la “doble vuelta” par los casos en que ningún candidato consiguiera la mitad más uno de los votos, y descartando en esa doble vuelta a los candidatos menos votos, excepto los dos candidatos más votados.

Evidentemente eso supondría tener que crear distritos electorales que no coincidirían con las actuales provincias, y por supuesto tampoco con las regiones.

Antes de proseguir, permítaseme una digresión:

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Un argumento ad populum, argumentum ad populum (en latín, ‘dirigido al pueblo’) o sofisma populista, es una falacia que implica responder a un argumento o a una afirmación refiriéndose a la supuesta opinión que de ello tiene la gente en general, en lugar de al argumento propiamente dicho. Existen dos grados de falacia ad populum con mayor y menor consistencia. Se puede afirmar sin pruebas que lo confirmen que la opinión mayoritaria de la gente es X. En ese caso la falacia es doble, se afirma una premisa que se desconoce y además se le da autoridad a esa dudosa opinión mayoritaria.

Pero, también puede ocurrir que se haya hecho algún tipo de consulta popular que permita conocer esa opinión. Aun suponiendo que la consulta se haya hecho correctamente y que la opinión esté bien reflejada en los resultados este argumento sigue siendo falaz. Nada justifica un razonamiento sólo porque la mayoría piense lo mismo. Este pensamiento se basa en la intuición de que la opinión general tiene autoridad porque tanta gente no puede estar equivocada.

Se suele oír en frases del tipo todo el mundo sabe que… o …esto es lo que la sociedad desea; así como en la mayoría de los españoles sabe que…, La gente quiere…

Dos tipos de argumentum ad populum muy utilizados son la apelación a la tradición y la apelación a la práctica común. La apelación a la tradición es decir algo como: esto siempre se ha hecho así, por lo tanto es así y seguirá siendo por siempre jamás. La apelación a la práctica común, en cambio, es decir algo como: todo el mundo lo hace así, por lo tanto no puede ser de otra manera. ¿A dónde va Vicente? Donde va la gente.

Un ejemplo más concreto de apelación a la práctica común podría ser: «Esta ley no es buena porque ningún país del mundo tiene nada igual y se ha venido haciendo así hasta ahora.» Tal razonamiento olvida que para que haya innovaciones siempre alguien ha de ser el primero. Además, si bien una manera de hacer las cosas puede haber funcionado hasta ahora, eso no significa que vaya a seguir funcionando siempre.

Permítanme otra pregunta ¿Derecho a decidir qué? Otra grandísima mentira es que la gente tiene derecho a decidir, a opinar, en unas elecciones, votando sobre todo, ya que al parecer la gente sabe de todo, dado que el común de los mortales aparece por este mundo con ciencia infusa, y no hay nada que se le resista…

La mayoría de votantes, tanto en España, como en el resto de Europa, no tienen opiniones demasiado bien definidas sobre demasiados asuntos. Casi todos saben ubicarse en la izquierda o la derecha, y dicen saber quiénes son “los suyos”, aunque no sepan explicarlo demasiado bien, como tampoco saben dar razones de por qué votan al partido al que votan siempre o casi siempre. Tienen una ideología y una afiliación partidista, y más o menos son capaces de asociar partidos a ideas y colocarlos en una escala de más conservador a más progresista razonablemente bien, pero no saben del todo bien acerca de qué medidas concretas definen ser de izquierdas o ser de derechas más que cuatro ideas generales. A poco que el debate se aleje de temas tradicionales (impuestos, igualdad, servicios sociales) la mayoría andan bastante perdidos.

Éstas son algunas de las razones por las que es imprescindible que existan “absolutos incuestionables”, como también que el gobierno tenga una capacidad limitada de actuación, de manera que no pueda atentar contra los derechos de ninguna minoría y mucho menos atentar contra la propiedad privada o la vida de los ciudadanos; aunque cuente, supuestamente, con el respaldo de la mayoría social.

En la España actual, en la que existe un clamor cada vez más extendido de que hay que emprender con urgencia extrema una profunda regeneración, y/o liquidar el régimen de 1978, cada vez estamos más necesitados de una terapia de choque, que pongan en funcionamiento un sistema político cuya idea fundamental sea la “desconfianza”, sí aunque suene provocador, o políticamente incorrecto en la era del consenso, del “yo quiero tener un millón de amigos”; esa es la idea-fuerza que inspiró a Montesquieu, Locke y quienes hace varios siglos hablaron de la necesidad de implantar un régimen con estricta separación de los tres poderes: legislativo, ejecutivo y judicial.

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Claro que no podemos olvidar que la propuesta de la división de poderes atenta contra uno de los principios básicos y elementales de la política: el poder político no tiende a dividirse y, en caso de resultar dividido, acabará intentando permanentemente y por todos los medios su reunificación.

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El poder político no es proclive a dividirse por la sencilla razón de que quienes lo ostentan no tienen intención de compartirlo de forma voluntaria. El poder político siempre tiende a concentrarse. Esto es así tanto en la economía como en todos los ámbitos del Estado. Quienes logran “conquistarlo”, proceden a consolidarlo y posteriormente “expandirlo”. Quienes transitoriamente lo pierden, intentan recuperarlo a toda costa; pero nadie en su sano juicio lo comparte, o lo cede, a menos que esté inevitablemente forzado a hacerlo.

Dado que los cargos legislativos y ejecutivos dependen del resultado de campañas electorales, y puesto que la magnitud y la eficacia de las campañas dependen principalmente del dinero invertido tanto en ellas como en los medios de difusión/información que “crean” la opinión pública a través de la opinión publicada, los ciudadanos más ricos, más adinerados — que son quienes financian esas campañas y a los medios de información — se reservan para si el poder de decisión sobre quienes podrán y quienes no podrán competir en la arena política con alguna razonable probabilidad de éxito. Y aun así, los que puedan deberán, antes, asumir los compromisos impuestos por los que mandan y financian.

De este modo y a los efectos prácticos, el voto popular se convierte en una opción dentro de un espectro de posibilidades previamente seleccionado por la plutocracia. En otras palabras: el votante opta, pero no elige. Controlados así los dos “poderes” principales, el tercero — es decir, el Judicial — ciertamente resulta “casi nulo” porque, por un lado no tiene más margen de maniobra que el que le permiten las leyes dictadas por el Legislativo con la reglamentación del Ejecutivo y, por el otro lado, la designación de los miembros del Poder Judicial es el resultado de una negociación entre las diferentes facciones de los otros dos poderes.

La realidad concreta, la cruda realidad de la división del poder en el régimen demócrata-liberal es que los jueces dependen de los políticos y los políticos dependen de quienes les financian y publicitan las campañas electorales.

Por todo ello, está de más decirlo, la corrupción generalizada de todo el sistema está prácticamente garantizada y la única regla realmente vigente es “poderoso caballero es don dinero”, o sea: el que tiene dinero es el que hace las normas, y… el que hace la ley hace la trampa.

Una vez vistos algunos inconvenientes de tener Gobiernos, Parlamentos, Poder Judicial, inevitablemente surge una pregunta:

¿Necesitamos instituciones “así”? ¿Por qué?

Un gobierno es una institución que posee el poder exclusivo de poner en vigor ciertas reglas de conducta social en un área geográfica determinada.

El único propósito, el correcto, de un gobierno –aunque pueda parecer una perogrullada recordarlo- debe ser hacer que los ciudadanos puedan vivir en sociedad, protegiendo los beneficios y combatiendo los males que puedan causarse entre sí.

Las funciones propias de un gobierno se dividen en tres grandes categorías, todas ellas relacionadas con el uso de la fuerza física y la protección de los derechos del individuo: la policía para defender a los ciudadanos de los criminales, las fuerzas armadas para protegerlos de invasores extranjeros, los tribunales de justicia para solucionar los litigios entre ellos de acuerdo con leyes objetivas.

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Con tales fines se creó hace varios siglos en los actuales Estados Unidos de Norteamérica un sistema de “contención y equilibrio”, y si bien ciertas contradicciones en su Constitución dejaron abierta la posibilidad para un posterior crecimiento del estatismo, del intervencionismo, la idea de una constitución creada como medio para limitar y restringir el poder del gobierno constituyó un hallazgo, un logro incomparable, antes nunca conocido.

La Constitución de los EEUU fue creada con la única intención de que fuera una limitación impuesta al gobierno y no a los individuos particulares; en ella no se reglamenta la conducta de los individuos sino la del gobierno. La Constitución Estadounidense no es una carta de privilegios para el poder del gobierno, sino una carta de derechos para la protección de los ciudadanos contra el poder del gobierno.

En España el Gobierno en lugar de ser un protector de los derechos de las personas, se está convirtiendo en su más peligroso violador; en lugar de defender la libertad, está estableciendo la esclavitud; en lugar de proteger a los ciudadanos de aquellos que inician el uso de cualquier clase de violencia, es él quien lo hace, y aplica la coerción de cualquier manera y en cualquier cuestión que se le antoje; en lugar de servir como un instrumento de imparcialidad en las relaciones humanas, suscita inseguridad, incertidumbre y miedo mediante leyes no objetivas cuya interpretación está supeditada a la decisión arbitraria de burócratas circunstanciales; en lugar de proteger a los hombres de los daños que puedan experimentar debido a conductas caprichosas, el Gobierno es quien se arroga el poder de hacer valer sus caprichos sin límites, de manera que nos estamos acercando rápidamente a la etapa de la inversión final: el estadio donde el gobierno se halla en libertad de hacer lo que le plazca, mientras que los ciudadanos sólo pueden actuar si el Gobierno les da permiso…

Si finalmente en España, sea porque el actual régimen, nacido de la denominada “transición”, de la Constitución del año 1978 acaba muriendo colapsado, sea porque los españoles acaben derrocándolo por hartazgo; si finalmente entramos en un periodo constituyente, habría que redactar una nueva constitución, (además de una nueva ley electoral con las características antes descritas), mediante la cual se instituya una estricta y real separación de los poderes del Estado, una constitución en la que la “filosofía” principal que la guíe sea la desconfianza, en la que subyazca la idea de que a los gobernantes, legisladores y jueces hay que aplicarles sistemáticamente la presunción de culpabilidad, y respecto de los que se han de crear contrapoderes, mecanismos de control, de contención que se lo impida; pues la voluntad de poder es una cosa especialmente tentadora ¿O no?

Aunque sería muy extenso desarrollar de forma pormenorizada cómo debería ser ese nuevo texto constitucional, no puedo acabar sin mencionar que, sería imprescindible que en él se previeran mecanismos para eliminar estructuras o políticas que incentiven la corrupción, también se debería prever una regulación estricta de la financiación de los partidos políticos (y sindicatos y demás paniaguados) y eliminar toda clase de subvención, y sobre todo las que carecen de un control efectivo, las que favorecen los sobornos.

El nuevo texto constitucional debería incluir resortes para el control social sobre las instituciones. Este control exige evitar conflictos de intereses, y en concreto impedir que el supervisor tenga intereses sobre lo que controla.

Habría que emprender un plan de “Alfabetizaicón/educación para la honradez”, posiblemente lo más importante a largo plazo.

En fin, nunca lo olviden: “La desconfianza es un arma cargada de futuro”.

 

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Carlos Aurelio Caldito Aunión (Badajoz, 1957), un histórico 'discrepante' (utilícese ésta o cualquiera de sus formas equivalentes, tales como 'discordante', 'divergente' o 'disconforme', por ejemplo) de la sociedad pacense

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