En el mundo moderno parece no haber nada estable y seguro: las modas se sustituyen unas a otras a ritmos vertiginosos; lo que hoy es la tecnología más avanzada mañana está obsoleta; y lo que es peor: el concepto que la mayoría tiene de lo que es Verdad, Justo y Bello se adapta interesadamente a la «ética» relativista y acomodaticia, que por ello mismo deja de ser ética.
La situación, pues, no es muy distinta a aquella otra que conoció Santa Margarita María de Alacoque tras la Paz de Paz de Westfalia (1648), cuando se desintegró el sentido comunitario y orgánico, con un mismo fin, de la vida individual y de la vida colectiva. Entonces fue la primera vez que desde la liberación de la Iglesia se firmaba un acuerdo político fundado solo en intereses materiales y ayuno de toda referencia a la caridad y a la justicia.
En ese mismo momento se rompió la armonía del hombre y la sociedad, y ya no hubo para ambos un fin común (la Salvación) y un único camino (Cristo), sino que empezó una guerra despiadada de una nación contra otra; y dentro de las naciones, de unos conciudadanos contra otros; y dentro del hombre mismo, se desgarraron sus entrañas en una lucha de la Verdad contra el error de las diversas «filosofías» y «falsas doctrinas» que pretendieron liberar al hombre de sí mismo y lo acabaron esclavizando a sus más bajas pasiones.
Por eso, Cristo se apareció a Santa Margarita María para enseñarnos el remedio a nuestros males. Y es que si la modernidad se extravió del camino de la razón por el cultivo de la sensibilidad, Cristo quiso ofrecernos la única sensibilidad que no yerra por la debilidad del carácter o por la primicia del interés personal: la sensibilidad de su Sagrado Corazón.
Por eso, todos nuestros esfuerzos deben dirigirse a recuperar aquella «dulzura de vivir» que como un aura envolvió en tiempos pasados a todo el cuerpo social, de manera tal que era un reflejo del amor divino en la sociedad humana. En aquellos tiempos el ser humano, las sociedades por él constituidas, la organización social y del poder tenían un carácter universal en tanto en cuanto todas estas realidades estaban ordenadas a un solo fin: Dios, por lo que se presentaban como un todo que tendía a la armonía.
Para ello, no solo debemos consagrarnos individualmente al Sagrado Corazón, sino que debemos consagrar nuestras familias, nuestros municipios, nuestras empresas… y nuestra patria. NO NOS DEBEMOS AVERGONZAR DE MOSTRAR LA BANDERA DE ESPAÑA CON EL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS, PUES EN TAL DEVOCIÓN SE CIFRA LA SALVACIÓN DE NUESTRA PATRIA.