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¿Se puede gobernar sin estado de alarma?

Algunos piensan que analizar críticamente la situación política, discrepar de opiniones oficiales y expresar el disenso en privado o en público era algo partidista o, incluso, antipolítico.

José María Rosales, Universidad de Málaga

Mientras más se prorrogue el estado de alarma, más costará recuperar el orden constitucional a su situación anterior, si es que es posible. Habrá cambiado mucho y hay razones legales para pensarlo. Pero las consecuencias políticas no serán menores, pues las decisiones que se adoptan a su amparo, por escapar al control racional de la política normal, afectan a aspectos vitales de las instituciones democráticas.

¿Por qué los gobiernos de otras democracias no han necesitado recursos similares al estado de alarma y han aplicado con éxito medidas de confinamiento?

No había opciones inevitables

Desde marzo de 2020, cuando se iniciaron en buena parte del mundo las reacciones a la pandemia de la COVID-19, España fue, con Italia, que había declarado el 31 de enero el estado de emergencia nacional (stato di emergenza nazionale) por seis meses, y con Portugal, que ha mantenido el estado de emergencia (estado de emergência) entre el 19 de marzo y el 2 de mayo, una de las pocas democracias europeas consolidadas cuyo gobierno ha optado por gobernar con el blindaje que proporciona el estado de alarma.

Podría parecer una ironía, pero decretarlo otorga al gobierno un margen de maniobra extraordinario, y no ha sido la única opción disponible. Había otras, que hubieran resultado no menos eficaces para protegernos frente al avance de la enfermedad y para salvaguardar nuestros derechos (el principal, a la salud) y libertades (notablemente, las libertades civiles).

Si no había otra opción, ¿cómo es que cada prórroga ha supuesto nuevas concesiones económicas del gobierno para conseguir la mayoría simple de votos (más síes que noes)?

Pero esto también puede comprobarse si nos comparamos, por ejemplo, con Francia, que mantiene un “estado de urgencia sanitaria” (état d’urgence sanitaire) desde el 23 de marzo. Pues bien, el 9 de mayo la Asamblea Nacional acordaba, como proyecto de ley, su prórroga hasta el 10 de julio, pero dos días después una decisión del Consejo Constitucional señalaba la “no conformidad parcial” con la Constitución de varias de sus disposiciones. Con posterioridad, y tras su modificación, se ha ampliado hasta el 24 de julio.

O con Alemania, que posee una regulación compleja de las “situaciones de emergencia” (Notsituationen) en su Ley Básica de 1949. En 1968 se promulgaron las leyes de emergencia (Notstandsgesetze), de hecho una, que amplía punto por punto el articulado constitucional al respecto. Sin embargo, no se ha aplicado y se ha optado por aplicar, en cambio, una ley ordinaria del año 2000, modificada el 27 de marzo de 2020, la Ley de protección frente a infecciones (Infektionsschutzgesetz), y por reforzar la coordinación de medidas de salud y seguridad públicas entre el gobierno federal y los dieciséis estados federados.

¿Cabe mantener que el estado de alarma, y no el confinamiento, ha salvado vidas y que lo que han hecho otras democracias no es aplicable en España?

Veamos por partes las consecuencias constitucionales y las políticas

Un gobierno superlegislador

Desde el 14 de marzo, sólo durante el primer mes el gobierno ha aprobado once reales decretos, cincuenta y nueve órdenes para desarrollarlos y veintidós resoluciones para regular aspectos específicos de los cambios legales introducidos. Cubren todas las áreas directamente afectadas por la pandemia, pero la mirada atenta de muchos periodistas reveló cómo disposiciones de leyes no relacionadas con la crisis de salud pública se han visto también modificadas. Las oportunidades para revocar cambios legales (por ejemplo, en el sistema público de pensiones) dependerán de una mayoría parlamentaria o de resoluciones del Tribunal Constitucional que pudieran llegar, aunque al cabo de varios años.

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Esta pauta no ha dejado de crecer. Ha desencadenado como consecuencia cambios normativos en las administraciones autonómicas, y en las municipales. Era un paso necesario para mantener la consistencia interna entre la legislación nacional y la autonómica, dada la estructura en red del orden constitucional formado por la Constitución y los diecisiete estatutos de autonomía. Sin embargo, este proceso centrípeto, típico de un sistema con varios niveles de normas, fue inmediatamente contrarrestado por su tendencia centrífuga.

Y así, en paralelo, ha propiciado un activismo legislativo en los gobiernos regionales, procediendo también con controles parlamentarios reducidos, que no sólo ha contribuido a multiplicar las diferencias regulativas autonómicas en materias de sanidad, educación, administración pública e impuestos. Junto con el gobierno, su celo normativo ha avanzado a un ritmo que pronto ha comenzado a enrarecer el ya enrevesado mapa regulatorio español.

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Lo que el estado de alarma cambia

Si ya es difícil gobernar en condiciones normales, en condiciones de emergencia tendría que serlo todavía más. O eso parece.

La expresión en inglés emergency rule, que significa gobernar en condiciones de emergencia, ilustra bien el sentido del uso de medios legales extraordinarios para gobernar. En la legislación alemana se usa el término Notstand (emergencia), que no se confunde con el término Staat (estado). Es además como se suele traducir nuestro “estado de alarma”.

En otras lenguas modernas la idea de gobernar bajo condiciones de emergencia se ha querido expresar añadiendo el término “estado”, cuyo uso es, sin embargo, ambiguo. Procede de una traducción imprecisa del término latino status que, en este contexto, significa condición y no estado en el sentido de institución política (que identificamos desde el siglo XVII). En las transferencias semánticas entre idiomas ésta se ha asentado en la literatura especializada y, así, se toma lo que es circunstancial como si fuera un estado (por tanto, estable) y, de manera significativa, como el estado.

El recurso al estado de alarma plantea una operación no sólo retórica, sino también institucional que transforma, de manera temporal, el estado social y democrático de derecho en un tipo distinto de estado, de alarma en este caso. En él asistimos a un activismo decisionista, vía decreto, por parte del gobierno. Este decisionismo inevitablemente deja al parlamento, la cámara legislativa por excelencia pero también de control al gobierno y a la administración, casi como un trámite semanal, al tiempo que el portal de transparencia queda medio en suspenso mientras se han impuesto restricciones severas a los derechos civiles.

Emergencia y fatalismo

Una normalización de lo extraordinario como ésta refuta el lema del sociólogo Michel Crozier en su libro de 1979 No se cambia la sociedad por decreto, pues lo cierto es que por decreto se pueden alterar todos los aspectos de la vida de un país y de sus habitantes.

Por eso gobernar bajo condiciones de emergencia, tras año y medio haciéndolo en gran medida por decreto, afecta al orden constitucional y lleva el signo incierto de los cambios burocratizadores que, como demostrara hace más de un siglo Max Weber, se acometen con independencia de su necesidad real.

Afecta desde luego a la vida política. Y no sólo por la anestesia cívica que supone aceptar como necesaria e inevitable una declaración de estado de alarma cuyo término se ha ido posponiendo ante la ausencia de coordinación del gobierno con las comunidades autónomas.

Lo hace, además, por el espectáculo colectivo que ha llevado a pensar, distorsionando la relación entre ciudadanía e instituciones democráticas, que analizar críticamente la situación política, discrepar de opiniones oficiales y expresar el disenso en privado o en público era algo partidista o, incluso, antipolítico.

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Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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