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Análisis

La Europa que resiste

La decadencia quizá pueda detenerse hoy con una mezcla de mano dura cesarista y un reclutamiento de nuevas élites que actúen a modo de “caballería espiritual”

Prefacio del libro El Último Occidental, de David Engels, publicado por Ediciones La Tribuna del País Vasco, San Sebastián, 2021.

Si un día Europa como civilización ya no existiese, las gentes del futuro que excaven en nuestras ruinas y habiten en éste nuestro suelo se pregunten: ¿Y cómo pudo suceder? ¿Cómo fue que éstos occidentales se dejaron caer por la pendiente de la molicie? Ellos, que un día dominaron el mundo y fueron maestros en la ciencia y en toda clase de invención, ellos que se mostraron campeones en la lucha por la igualdad en los sexos, razas y estamentos, después, en el ocaso de su día, se dejaron esclavizar y sobrepasar, abrieron de par en par las puertas de sus casas y fortalezas a su enemigo y, rebajándose, dejaron entrar al bárbaro ¿Cómo lo consintieron?

Se compara a menudo el fin inminente de Europa con la noche oscura que cayó sobre Roma a partir del siglo I a. C., tiempo en que cayó República y se inicia el cesarismo, como contención momentánea de una decadencia que no pararía hasta el fin del Imperio de Occidente, en el V d.C. Pero no es justa la comparación. No se había comportado del todo así el romano tardío. El romano de la decadencia había abandonado buena parte de sus virtudes ancestrales y se había entregado a muy otras influencias. Es cierto que los cultos religiosos de Oriente le habían debilitado, que la virilidad del romano flaqueó con ello, y la energía del germano recién incorporado había acudido in extremis a defender un Estado insostenible, en permanente crisis del fisco y sin fuerza demográfica para empuñar con convicción la espada. Las fronteras caían, pero el viejo romano aún peleó, solicitando ahora la ayuda de Cristo y no la de Marte, y contratando al bárbaro mercenario contra otro bárbaro, el invasor. Pero los habitantes alógenos de una Europa futura, nostálgicos de sus desiertos y selvas de procedencia, allá en África y en Oriente, dirán: el europeo se dejó vencer sin plantar lucha. Nos abrió las puertas de la muralla, y se dejó embaucar por los propios charlatanes que toda civilización decadente hace florecer. Ellos, los europeos blancos y post-cristianos, sutiles y perezosos, no quisieron sino el yugo de la esclavitud y la disolución de su ser en el seno de una turbia universalidad. Ofendieron al Dios que hacía tiempo ya no adoraban, y éste les abandonó. Antes de desaparecer, fueron exhibidos éstos últimos europeos como monos en zoos y reservas prehistóricas. Fueron raros y ridículos en su propia patria.

Este paisaje atroz, propio del futurismo más negro, no es imposible. Es la consecuencia ineluctable de la decadencia. Los clásicos ya nos alertaron contra la ideología del Progreso, el gran cuento de hadas de la Ilustración y de su hijuelo, el positivismo. A las perdidas edades de oro y de plata, vienen edades del más vil metal, hasta degenerar en la chatarra. No hacemos sino perder esencia a lo largo de los siglos, aun cuando siempre puedan darse rebrotes de savia, reacciones pasajeras y reconstrucciones de imperios que, con mano firme, contengan la bajada de nivel que a toda Alta Cultura, devenida Civilización (esclerótica, rígida, cadavérica) le acompaña.

Fue el germano Oswald Spengler (1880-1936) quien trazó una biografía y morfología de las Culturas, y quien señaló los pasos inexorables que las conducen a su estado cadavérico. En algunos casos, como el de las grandes civilizaciones de indígenas americanos (maya, azteca, inca), el fin llega de bruces, incluso de forma violenta tras el contacto repentino con culturas de un nivel marcadamente diferente, superiores al menos en lo tecnológico y militar. En otros casos, quien no tuvo durante siglos competidor serio (caso de Occidente, desde 1492), o al menos lo mantuvo a raya (la Europa Cristiana en su lucha contra el islam), llega a conocer una lenta y decrépita vejez. Al igual que el hombre de las grandes urbes se aísla de la naturaleza y pierde el contacto vigorizante con las bases de la existencia y de la lucha por conservarla y defenderla, una Alta Cultura muy urbanizada, dirigida por capas oligárquicas nihilistas, enfangada en la más pura mentalidad plutocrática, acaba por ser ciega con respecto de su destino  (el Schicksal spengleriano) y es capaz de minar las bases de su propia perpetuación.

Ese Occidente viejo, que de forma tan magistral nos ha descrito Spengler, sigue siendo el Occidente de la decadencia, un mundo humano próximo a su ruina que, un siglo después de escribirse La Decadencia de Occidente, nos presenta de nuevo, con voz actualizada y original, el historiador y filósofo de la historia David Engels.

Tengo el gran honor de presentar al público español la colección de ensayos que la editorial La Tribuna del País Vasco ha reunido, textos ellos todos relevantes, salidos de la pluma este gran pensador belga, profesor y conferenciante de prestigio mundial.  Él es uno de los grandes spenglerianos de nuestro tiempo, otra voz que clama contra la decadencia de Europa y propone soluciones firmes para su contención.

Ya no recuerdo con mucha precisión cómo entré en contacto con el profesor Engels hace unos años. Sin duda tuvo que ver con su presidencia de la Sociedad Oswald Spengler para el Estudio de la Humanidad y de la Historia Universal (https://www.oswaldspenglersociety.com/). Yo había publicado años atrás varios artículos y libros en clave spengleriana, y era natural que acabara entrando en contacto con Engels, un profesor de Historia de Roma en la Universidad Libre de Bruselas (ahora investigador en Polonia), erudito que impulsa decidida y valientemente el conocimiento del filósofo Spengler. Encontré siempre en Engels una afabilidad y una prontitud de respuesta a todos mis escritos y mensajes. Esta actitud tan amable y receptiva, por cierto, es algo verdaderamente raro entre los académicos  españoles. Por contraste con la árida e ideologizada estulticia universitaria de España, profesores y pensadores europeos como Engels me confirmaron que las cosas se pueden hacer de otra manera. Que se pueden establecer relaciones fructíferas entre colegas (“In dulcedine societatis quarere veritatem”) y que la amabilidad no está reñida con el intercambio intelectual incluso intercambio entre alguien, como yo, que ejerce de soldado raso en la lucha intelectual, y un capitán general del pensamiento, como es el profesor David Engels.

Aun  a riesgo de cometer errores y presentar traducciones temerarias, tanto del alemán como del francés, opté por verter a Engels a la lengua española bajo la consigna de que era preferible que alguien lo hiciera, aunque mal, a que ningún otro se hiciera cargo de la tarea. España no se podía perder a Engels. El mundo intelectual hispano, especialmente el de la España peninsular, corre el grave peligro de volverse provinciano. De hecho, ya es una colonia cultural, ideológica y económica. Lo es en gran medida, y la prueba me vino servida en bandeja: ¿cómo era posible que nadie tradujera al español los artículos y libros de David Engels? Con el aliento impagable de Raúl González Zorrilla, director de La Tribuna del País Vasco, a quien debo darle las gracias, muchos ensayos del profesor Engels fueron saliendo publicados en éste periódico. Raúl siempre me dio ánimos en la tarea de difundir las ideas de un intelectual europeo que, bien por causa de la ignorancia hispana, bien por bloqueo ideológico, apenas entraban en nuestro país. El periódico digital, así como la revista en papel Naves en Llamas, concedieron generosos espacios a los artículos engelsianos.

David Engels hace un llamamiento a la unión de todas las fuerzas conservadoras europeas, e incluso a los individuos particulares -en lo que hace a su fuero íntimo- para evitar el declive de nuestra civilización. Estamos a punto de perder un mundo que nos es muy querido, según nos alerta el profesor belga una y otra vez.

Imaginemos una Navidad sin belenes ni árboles adornados para honrar al Niño Jesús. Pensemos en la Catedral de nuestra ciudad o en la Iglesia mayor de nuestro pueblo, convertidas en mezquitas. Hagámonos una representación de cómo será una Escuela ya completamente ideologizada, en la cual los niños denunciarán a su propio padre por “micromachismo” o rellenarán on line, en plena minoría de edad, una solicitud de bombardeo hormonal. Pensemos en el toque de queda que aguardará para siempre a las mujeres y a las chicas, cuando a la caída del sol bandas selváticas de violadores salgan impunes a cometer delitos tolerados o ejerzan su “derecho comunitario” ancestral. Imagine el lector en qué se convertirá el trabajo digno y la responsabilidad social de la empresa cuando las ciudades de todo Occidente sean enormes campamentos de supuestos refugiados y el “dumping” laboral sea un hecho tal que nadie podrá vivir de su sueldo y apenas le compensará trabajar. Piense el lector en lo que será del arte, cuando se generalice lo que ya vemos hoy: que a Bach se le acalla con el tam-tam, y que el gótico de las iglesias es derruido por máquinas excavadoras y grúas de demolición. Piense en la futura Europa donde los niños nacen ya “enganchados” a dispositivos electrónicos y con conexión on line, y cualquier maestro puede ser expedientado por decirle a ese niño-robot la pura y simple verdad: “eres un holgazán”…

 La distopía ya está aquí, y Engels, como primero Spengler, nos lo advierte. 

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Si acaso, las advertencias de mi admirado Engels son más sombrías todavía que las de Spengler. La tecnología para el control del pensamiento para así lograr el adocenamiento de las masas es mucho más poderosa que nunca. El hombre fáustico, como decía entre nosotros, Canals Vidal, si no ve presente ante sí fines trascendentes es en sí mismo la misma destrucción. Representa el nihilismo. No podemos reducir toda una Civilización a mera voluntad de poder, a reemplazo infinito de un horizonte por otro hasta que, de tanto desplazar la línea tenue de los horizontes, el europeo se encara, ya exhausto, con la Nada más radical. La misión de Europa cuando Europa no era otra cosa que la misión evangélica era muy clara y evidente. Era una misión que hoy, incluso los laicos más descreídos pero no descastados, podrían hacer suya: extender por el orbe la idea del infinito valor de la persona y el corolario de ésta, la universalidad de los derechos naturales de un ser –el hombre- que es algo más que un trozo de carne, es Imago Dei.

Es muy aséptico y, moralmente desafortunado, proclamar que las civilizaciones mueren. Mueren, sí, como mueren los hombres, pero no es lo mismo morirse de enfermedad que caer abatido por un asesinato. No es igual cometer el pecado del suicidio que resistir por la vida hasta el final. No nos coloca en el mismo puesto de honor plantar cara a la invasión y a la amenaza violenta, que rendirse sin lucha aceptando nuevas cadenas. La lucha contra la decadencia comienza con un concierto de todas las fuerzas conservadoras en el mejor sentido de la palabra “conservar”: se trata de mantener o guardar completamente aquello que nos hace ser lo que somos, lo cual sólo por ello, por su sustancia identitaria, ya posee un valor imperecedero. Frente a la culpabilidad artificialmente inducida desde poderosas agendas mundialistas, la civilización europea debe reeducarse y saber apreciar las grandes glorias, logros, aportaciones, con las que imprimió un sello único a la marcha del mundo. Hoy, cuando el mundo se vuelve multipolar y emergen varias potencias no occidentales en el tablero por el control del planeta, es más importante que nunca recordar la misión humanizadora de Europa que, a través de su legado grecolatino y de la Iglesia, salvó al mundo de ser una selva. Es cierto que hubo abusos, genocidios, errores, demasiada voluntad de poder y nunca la suficiente caridad. Pero no es menos cierto que la propia noción de Europa no debe ser solamente la idea de un equilibrio inestable de potencias investidas de misiones no siempre nobles y elevadas. Ese es un sangriento status quo donde la creación “católica” (universal) de una Civilización de la Persona y para la Persona quedó mancillada muchas veces, y con el que siempre debemos mostrarnos críticos y vigilantes.

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La decadencia quizá pueda detenerse hoy con una mezcla de mano dura cesarista y un reclutamiento de nuevas élites que actúen a modo de “caballería espiritual” para que transmitan a toda la pirámide social, hasta sus bases mismas, esa nueva fe que hoy vemos perdida.  No lo sé. Quiero pensar que el Hesperialismo del profesor Engels es una propuesta de ese jaez, la única vía para salir del fango que se llama hoy “Unión Europea” (U.E.). Hay un marco de unión, y poseer la forma es bueno, pero el contenido material de dicha forma debe recibir el Espíritu y hablar otra lengua.

Desde España, precisamente desde las dos Españas, las americanas y las peninsulares, cabe hablar de una refundación de ese Hesperialismo. La voz engelsiana debe ser atendida, que no clame en un desierto. Fueron las Españas las que iniciaron una Universalización de la Ley Evangélica, las que lucharon de forma pre-moderna por instaurar una Civilización de la Persona. En la figura de Carlos I de España y V de Alemania, figura imperial donde las haya, se condensó la universalidad espiritual, la “Catolicidad” de tal proyecto occidental que, una y mil veces traicionado, se llegó a denominar hoy “Occidente”.

Es hoy la España peninsular, todavía más que la España americana, y me duele constatarlo, una nación altamente subordinada. Su ejército sirve para los desfiles y no es apenas nada fuera de la OTAN, club donde suele actuar en calidad de ONG. En caso de una invasión marroquí, nadie pegará un tiro por defender la nación española. El sultán alauita podría pasearse hasta llegar al norte, a la Cordillera Cantábrica, sin que nadie le ofreciera la menor resistencia seria. Los doce Reyes Caudillos de las Asturias se revolverían en sus tumbas, como también sus descendientes de León, Castilla, Navarra y Aragón, pero la realidad es ésta.

La soberanía económica hispana es tan risible como la militar. Nuestros corruptos gobernantes han hecho todo lo posible por agradar a los “socios” europeos, aceptando la condición de región vacacional apta para proveer de sol, playas, camareros y prostitutas a nuestros turistas extranjeros. Los astilleros, la siderurgia, la fabricación de vehículos y cualquier industria en general, se han visto  mutiladas por obediencia a los países subordinantes de un Occidente ciego, que practica la división internacional del trabajo en lugar de una integración igualitaria, que hiciera de Europa una verdadera super-nación. Es precisamente en esta España descabezada y subordinada donde se tiene que oír la voz de Engels, que es la voz de un verdadero europeo, la voz patriótica que recuerda a la opinión más ilustrada que no se debe seguir así. Que todas las naciones europeas se ven hoy en día, colectivamente, hundidas en contradicciones irresolubles y acosadas por nuevas civilizaciones pujantes, que llaman a la puerta, que harán de nuestro suelo un campo de batalla y un terreno de expansión. Todo esto: ¿no le preocupa a nadie?

Al español le debe preocupar. Su península, que tan pequeña parece en el mapamundi precisamente por la falta de soberanía en ella, es, lastimosamente, la “Puerta de África”. Una Puerta abierta por imposición de agencias mundialistas y por intereses a corto plazo de una Unión Europea que, en estos respectos, no se distingue demasiado de esas agencias de globalización.

 La Historia es recurrente, se repiten ciclos análogos, y constantes, como el poder del espacio terrestre y de los cielos y mares, así como la revitalización de civilizaciones existencialmente incompatibles (el Islam), están ahí. Una España sin soberanía es una prolongación de África, y esa África no “empezará” (o terminará, según se mire) en los Pirineos. No habría victoria cristiana en Poitiers (732) si antes no hubiera existido victoria en Covadonga (718/722). Y además está al otro lado, cerca de los Balcanes y de las llanuras de Hungría, el gigante turco. Europa no existiría sin el legado de Carlos I, campeón sobre turcos, sí, ese gran flamenco-borgoñón, ese gran europeo que, desde territorios cercanos a la patria de Engels vino a parar a España y a hacerse aquí profundamente español. Como gran continuador del gesto de don Pelayo, el Habsburgo don Carlos, el Emperador, pugnó incansablemente por la unidad de los europeos. Una unidad que, como escribió el también belga Robert Steuckers, debía ser ante todo una unidad espiritual, un auténtico katehon.

El Imperio de las Españas fue el katehon que pudo haber creado una auténtica unidad europea, la unidad imperial. La revitalización posible del Sacro Imperio Romano Germánico hubiera venido dada de forma plenaria con la cristianización de todo el norte berberisco de África (una nueva Andalucía, en la orilla meridional del Mediterráneo, desde Mauritania hasta Egipto) y con la derrota del imperio de los turcos, amenaza constante desde la caída de Constantinopla. El Sacro Imperio, necesariamente federal y espiritual, en armonía con la Corona Hispánica sobre las Américas y Asia, hubiera representado un nuevo milenio universal de paz y justicia, pero las fuerzas demoníacas (diablo significa, realmente, cizaña que divide y separa) ya se despertaron muy pronto, en cuanto el Emperador mostró al mundo la posibilidad misma de aunar a tantas gentes y a tantos territorios bajo una misma Ley generatriz.

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La Modernidad vino marcada por esa pugna entre Ley generatriz, la creación de un Ordo civilizatorio centrado en la Persona, como hija de Dios y sujeto de derechos naturales por ende, por un lado, y un mero imperialismo basado en la fuerza bruta y en el interés crematístico, del otro lado. Europa está pagando muy caro su inquina a la Ley generatriz, a la idea de un Ordo universal encarnada en un Imperium. La Leyenda Negra vertida contra España y los españoles, contra su Monarquía Católica, es hoy ampliada en forma de “racismo anti-blanco”, “indigenismo” y “reparacionismo”, por no hablar de esa especie de revanchismo post-colonial que se deja arrastrar por los lodos del masoquismo cultural antieuropeo, en sus múltiples formas: el relativismo estético (el tam-tam al lado de Beethoven, con el mismo valor), el relativismo moral (el canibalismo equivalente a la Eucaristía, el velo islámico elevado a reivindicación feminista, etc.)…

El propio “Occidente” que creó para España y contra España la Leyenda Negra, tiene que cargar a cuestas con una Leyenda Negra Generalizada, que le inhibe de cualquier iniciativa reconstructora, que le provoca hastío de sí mismo y le hunde en la más peligrosa de las atonías. Porque en el corazón de la Europa tardía sólo cabe vergüenza ante los horrores del esclavismo de los siglos XVIII y XIX, o del genocidio nazi y las dos grandes guerras del siglo XX, pero ya no orgullo por nuestras buenas obras, que las hubo en abundancia. Muchos piensan que el proyecto colectivo “Europa” debe dejar de entusiasmar, que es un proyecto vil en esencia, que representa una nostálgica soberbia de un tipo de hombre otrora poderoso, “blanco”, “cristiano” y “colonizador”, tipo que conviene abandonar.

El masoquismo cultural es el peor veneno que nos podían inocular las agencias mundialistas y las potencias “bárbaras” que están al acecho. Desde España deberíamos saber muy bien esto: la Leyenda Negra sobre España no fue un simple error historiográfico, una interpretación desacertada, sino otra cosa: fue una “bomba” caída contra la Monarquía Católica, vale decir, Universal, de las Españas. Y otro tanto se diga de la Leyenda Negra sobre (contra) Europa.

Europa no es la “Unión Europea”. Sus opacos órganos de gobierno, sus poco democráticas instituciones, sus inconfesables intereses parciales, a favor de un despótico Eje franco-alemán y de la oligarquía financiera mundial, en detrimento de periferias (meridionales y orientales), su apuesta por plegarse a sectarias organizaciones “filantrópicas” internacionales, su decidida labor destructora de posibles competidores dentro de sus propios socios (como España, que se hizo el harakiri industrial y ganadero al ingresar como país miembro de la mano de Felipe González)… han hecho que esa “Unión Europea” resulte odiosa al pueblo. La coartada de “no hacer más guerras entre europeos”, que fue rentable en sus inicios, ya no parece muy creíble. La Unión Europea no es Europa y está dividiendo artificialmente a los europeos, pues la plutocracia mundial sabe muy bien aplicar el principio divide et impera.

Cortar con esta atonía supone recuperar la soberanía. Esto debe hacerse desde cada nación europea, también desde España, epítome de la subordinación económica, ideológica y cultural. Ningún país europeo debe ser colonia de nadie. Ni de Alemania, ni de los Estados Unidos, ni de China ni, menos aun, de los países mahometanos. Sólo desde la recuperación de los valores que protegen al europeo de a pie, desde la fortaleza de sus instituciones más sagradas, se puede hacer algo. Debe identificarse quién ataca (de dónde procede la financiación de esos ataques) y por qué se ataca a estos valores esenciales.

Se ataca a la familia. ¿Por qué? La ideología de género y un neofemenismo radicalizado ven en la familia la perpetuación de una forma de educación, de un modo de ser, que es el europeo. No mejor que otros, pero un modo de ser nuestro, modo que tiene derecho a seguir siendo.

Se ataca a la religión cristiana. ¿Por qué? Porque el cristianismo es el manantial de donde brotan todos los valores que, partiendo del pagano mundo clásico, nos hicieron ser lo que somos: una unidad civilizada más allá de la multiplicidad étnica (latinos, iberos, celtas, germanos, eslavos, magiares…). La multiplicidad era, no obstante, entre “primos carnales”, entre pueblos muy cercanos culturalmente, pero fue la religión de Cristo la que aportó el verdadero nexo y el basamento para la propia concepción de la familia y del Estado y, como núcleo de éstas instituciones, la Persona.

Se ataca al Estado nacional, se le fragmenta, se le rebaja en soberanía, se le subordina a una serie de organismos mundialistas, internacionalistas. ¿Por qué? Porque el Estado nacional es el único poder que, con base popular, puede incoar los cambios económicos (proteccionistas) y educativos y culturales que preserven a la comunidad de ser subordinada, de caer en un colonialismo. El Estado nacional es la única institución que puede proteger las fronteras, las jurisdicciones, las producciones agrarias e industriales, la cultura. El Estado nacional posee fuerza coercitiva y capacidad de canalización y concentración de recursos económicos y materiales para evitar que las poblaciones bajo su jurisdicción sean explotadas. Se pide a los Estados pequeños y medianos que renuncien a la idea de mantener su soberanía en un contexto de globalización creciente pero ¿lo hacen los grandes? Estados Unidos, Rusia, China, Irán, la India, las monarquías árabes… nunca renunciarán a tener Estados con voz propia en el tablero mundial. Pero a los pequeños y medianos Estados europeos, bajo pretexto de su inserción en la Unión Europea, se les pide renunciar… Renuncia a la soberanía nacional debido a una integración en un macro-Estado fuerte y protector, sería acto arriesgado para el español, el francés, el portugués, etc. al ver diluida su voz en una entidad mucho más grande… pero podría argumentarse en su favor si esa entidad mayor, “Europa”, cumpliera con eficacia redoblada lo que antaño se pedía al Estado nacional que hoy se pretende presentar como caduco… Pero ¿protege ésta “Europa”?

Comparto con Engels su escepticismo, incluso su desconfianza hacia una Unión que es mostrenca en el sentido jurídico de la palabra. Europa, como sistema de naciones hermanadas en equilibrio dinámico desde el Medievo, ha dejado de tener “dueño” y de ella se han apoderado los buitres internacionales de las finanzas, que no dudan en sobornar y cooptar a unas élites “europeístas” desarraigadas, más bien cosmopolitas en el sentido spengleriano.

Los cosmopolitas de Spengler son apátridas, hombres sin raíces, nómadas que viven en las junglas de asfalto, en las colmenas de hormigón, cristal, metacrilato… seres completamente artificiales, políglotas que no emplean ningún idioma como lengua verdaderamente materna ni hay en su sangre eco alguno de un solar primigenio, desde donde puedan hablar los ancestros. El nómada de las civilizaciones decadentes se siente como en casa en cualquier hotel de cadena internacional sito en cualquier capital del mundo, porque en realidad no tiene casa ni la quiere poseer. Su mundo es su casa, pero se desliza por sobre él con pies etéreos y cuerpo ingrávido. El cosmopolita no desea morir por ninguna patria ni por ningún valor ancestral: suelo, patria, fe. Como mucho, el cosmopolita posee “ideales” en vez de ideas.

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Los ideales son fantasmagóricas construcciones que hablan de un mundo mejor, de progreso, de extensión de los derechos. No tiene ni idea el cosmopolita de cómo se pueden alcanzar esos ideales ni cómo podríamos creer los demás, pobres provincianos, en un semejante platonismo de andar por casa. Habría que empezar creyendo en un “fin de la Historia” que es como la fe en éste “mundo nuevo”. Mundo Nuevo que surgió en 1945, con Europa ocupada, pisoteada por botas de bolcheviques y de yanquis. Mundo Nuevo que surgió en 1989, con la caída del Muro de la Vergüenza y la apertura gloriosa de un “Mundo Mercado” sin barreras. Y con el Muro derribado, las personas y los capitales, supuso el cosmopolita, circularían fluidamente como fluía la élite de su grey cosmopolita, educada en colegios extranjeros y políglota, fruto de parejas mixtas en cuanto a nacionalidad.

Lo que no podría prever, ¿o sí?, esta élite cosmopolita y europeísta es que la fluidez de que ellos disfrutaban, cogiendo aviones como los demás cogemos taxis, y alojándose en hoteles idénticos en Shanghái, Nueva York, El Cairo y Moscú, es que los demás provincianos íbamos a vivir la fluidez (o liquidez) de muy otra manera, perdiendo nuestras últimas defensas para vivir con dignidad. Abrasados por impuestos que servirán para financiar una escuela pública altamente ideologizada, tenemos que educar a nuestros hijos en la más pura contradicción de valores con respecto a las directrices del Estado. Vacunar a nuestros niños contra el virus de la “normalización” de conductas que se apartan de la naturaleza, tanto en el terreno sexual como en el de la identidad colectiva, es un esfuerzo enorme, una carga insoportable para los provincianos que no acabamos de ver las bondades de éste género progresista de educación.

Tampoco se podía prever -¿o sí?- que el nomadismo voluntario y amado de las élites se iba a convertir en norma, en lo que hace al mero hecho de volverse nómada, incluso para los parias de la tierra, para los que han visto su patria bombardeada y su ciudad sometida a saqueo, para los refugiados que, de manera irrestricta e incontrolada llegan a nuestras costas y fronteras exigiendo patria, pues son nómadas forzosos. Las élites del nomadismo voluntario también “naturalizan” no sólo las prácticas sexuales aberrantes y los “múltiples modelos de familia” sino el hecho de que cualquier ser humano haya de ser visto, eo ipso, como refugiado, sin distinguir entre el emigrante voluntario, la víctima de las mafias traficantes de personas, o el que viene a nuestra casa como “efecto colateral” de un bombardeo de la OTAN, de los “aliados” o de alguna iniciativa pentagonal para extender los Derechos Humanos sobre la tierra. El europeo cada vez más euroescéptico de nuestros días ignora por qué la factura de los platos rotos por esa élite de nómadas cosmopolitas hinchados de “ideales” le ha de corresponder a él, pequeño funcionario, pequeño empresario, asalariado que sobrevive sobre aguas turbulentas de un mercado laboral cada vez más inseguro.

Spengler decía que en las Civilizaciones decadentes predominan los “idealistas”, esos que son capaces de llevar al suicidio colectivo a naciones enteras, esos que con los idola de la Paz Mundial, los Derechos Humanos y el Progreso, de rostro en apariencia amable, son capaces sin embargo de llevarnos a todos al desastre. Hoy, los idealistas no son fantoches que dan peroratas sobre la Paz Perpetua. Nada de eso, más bien son aquellos con poder de enviar aviones a bombardear regímenes molestos como quien compra DDT contra los insectos. El más siniestro de los ecologismos, en esta misma línea, quiere retirar de las naciones su soberanía sobre bosques y lagos, y el más aberrante de los feminismos o la más loca ideología de género combinará el aborto masivo y lucrativo con el negocio de los vientres de alquiler y el negocio de pedir niños a la carta. Todo el “idealismo” que destila la U.E., especialmente cuando sigue los dictados de las organizaciones trasnacionales encargadas de la subordinación ideológica de países y masas, ya no es escapismo ni utopía, como hace un siglo, en tiempos de Spengler. Hoy, ese idealismo consiste en un gigantesco sistema de poder, que hunde sus garras en las carnes de los niños, adoctrinándoles en el odio a su cultura, a su patria, a su raíz, a la familia.

El Último Occidental es el testimonio de esa lucha de los europeos que aún conservan capacidad de pensar y de reaccionar, y también es la herramienta para iniciar un nuevo periodo de lucha y resistencia. El libro que se presenta ahora al lector español pretende ser una llamada de atención hacia esa “decadencia inducida” a esa “eutanasia” cultural que fuerzas muy poderosas –muchas de ellas presentes en la U.E.- han programado para nosotros. Todo el aparato mediático y educativo se ha movilizado, desde 1945, para hacernos creer que Europa es simplemente un Mercado y un ente burocrático que media en los intereses de los grandes capitales. En el resto de los aspectos, la gran nación europea, que es, a su vez, un concierto de naciones hermanadas cultural y espiritualmente, aparece olvidada, desatendida, cuando no sujeta a la mofa. España misma, nación alienada y subordinada donde las haya, olvida su razón de ser primordial, cual es la de ejercer de centinela y dique de contención ante la amenaza (nunca extinta, nunca ausente) del poder moro. Desde el monte Auseva, en la nórdica Covadonga, brotó un grito de rebeldía así como una plegaria a la Virgen para que el favor divino se derramara sobre aquellos godos irredentos, sobre los astures que, acaso sin saberlo, fueron los primeros españoles y los primeros en proteger a Europa. Del mismo modo, al norte de los Pirineos, el imperio de Carlomagno anunciará a los bárbaros de toda condición, que la antigua idea romana de la civilidad no estaba perdida. Como su homónimo, nuestro Carlos I de España y V de Alemania, esa idea imperial de Orden y federación bajo la Cruz alumbró el corazón de los europeos. No seamos traidores a esta magna herencia. Leamos a Engels para empezar a resistir y hacernos dignos europeos de nuevo.

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Carlos Javier Blanco, asturiano, Doctor en Filosofía. Autor de diversos libros como "La Caballería Espiritual", "La Luz del Norte", "Oswald Spengler y la Europa Fáustica", "De Covadonga a la Nación Española".

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