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Miscelánea

«El informe»

Si no os hacéis semejantes a los niños no entraréis en el reino de los cielos.

Foto de Guduru Ajay bhargav en Pexels


En mucho, el arte moderno es un insulto.
B. Berenson

Si no os hacéis semejantes a los niños no entraréis en el reino de los cielos.
Mt 18,2; 19, 14

Carlitos, un niño de tres años y medio, se hace el perezoso en su ímprobo trabajo diario de cenar.

Rosa, su mamá, procura distraerle para que llevarse la cuchara a la boca sea algo secundario.
─ ¿Te acuerdas de Pepito Conejo? Aquello que dice ─la madre inicia la canción ─ : “Pepito Co…”
El niño contesta:
─” …nejo.”
─ “Al monte sa…”
─ “…lió.”
La señora de La Riva se enfada porque Carlitos mantiene el bolo en la boca sin tragarlo:
─ ¡Venga, hombre! No vamos a estar toda la tarde así. Va a venir papá y todavía estarás cenando.

Mientras el niño engulle, la mamá sigue:
─ “… corre que te corre…”
Carlitos interrumpe:
─ ¿Por qué tiene que correr…?
─ Pues… porque los conejos corren mucho. Tienen unas patas con las que dan saltos muy grandes y rápidos.
─ ¿Y no les pilla un coche…? ─ pregunta el niño.
─Pues, sí; también, también. Muchas veces los coches pillan a los conejos.
─ ¿Y por qué…?
─ Porque cruzan solos la carretera.
Carlitos traga lentamente.
─ Y ¿qué es una carretera?
─ Una carretera es como una calle muy grande, muy grande.
─ ¡Aaah…!

Carlitos se queda pensativo mientras se lleva a la boca otro poco de jamón cocido. Pero enseguida vuelve a la carga:
─ ¿Y por qué los conejitos cruzan solos?
─ Pues porque no saben que les puede atropellar un coche.
Nuevo silencio del niño e inevitable nueva pregunta:
─ ¿Y dónde estaba su mamá…?
─ Anda, pues… Lo que pasó es que él se fue por ahí, solo.
─ Pero, pero… ¿Dónde estaba su mamá?
─ En el campo, en la madriguera.
─ ¿Y por qué…?
─ Porque la casita de Pepito Conejo se llama madriguera; un agujero que sus papás hacen escondido entre matorrales.
─ ¿Y por qué?
─ Porque sí.

Mientras su madre le rebaña los restos del yogur, el niño descansa para volver a preguntar.
─ ¿Por qué su mamá no le dio la mano?
─ Pues ya te lo he dicho, porque se fue solo.
─ Por eso a mí no me pilló un coche. Porque… cuando… cuando yo era conejito mi mamá me llevaba de la mano… ¿Verdad?
─ ¿Tú has sido conejo…?
─ Sí – contesta el niño, rotundo.
─ ¡Anda…! ¡Y yo sin saberlo…!

En ese momento se oye la puerta de entrada.
─ Mira qué bien, ya está aquí papá.

Carlos de la Riva dio un beso a su mujer y otros muchos a su hijito. Dijo que tenía tareas urgentes que terminar para una importante junta a celebrarse mañana temprano. Que ni siquiera tenía tiempo para cenar; si acaso un sándwich. Se trajo un archivador A-Z con el grueso del informe que le prepararon el Financiero y el Comercial, y se retiró a su escritorio.

Don Jesús Iribarren, presidente de la empresa en que Carlos trabajaba, filial española de una multinacional estadounidense, le había pedido un Estudio Económico sobre la posible fusión, mejor debiera decirse absorción, de una sociedad de la competencia con la que se había negociado un acuerdo de arranque. Ya tenía calculados los valores reales de las sucursales y su Fondo de Comercio; los inventarios; los quebrantos de un Pasivo que se tambaleaba… En especial, la excesiva nómina y las incidencias previsibles con los sindicatos. Dejó para su casa el dictamen de oportunidad comercial y el plan de adecuación de plantillas a la cultura del nuevo consejo. Y todo ello para la convocatoria del día siguiente a las diez, puesto que el vicepresidente de la sede mundial había llegado ayer a Madrid en su avión privado con el propósito de asistir a la reunión.

Carlos ya conocía a Mr. Roberts, un genuino americano de trato franco y abierto, resuelto en las decisiones a la vez que cauto en los negocios, como un buen jugador de póquer. Cuando le presentaron, Carlos ya sabía quién le estrechaba la mano: el Vicepresidente Ejecutivo de una Corporación cuyos beneficios, antes de impuestos, según informaba la última Memoria Anual, alcanzaban una cifra «suficiente para financiar a coste actual un nuevo desembarco aliado en Normandía.» Aquel día descubrió que era muy cierto el dicho de que en los USA se idolatraba el éxito, el esfuerzo y el desarrollo personal. Devociones que en Mr. Roberts se apreciaban no como instrumento de clase o de orgullo personal sino como contagiosa fe en la condición humana.

Inversor en antigüedades y obras de arte, Mr. Roberts aprovechaba su actual gira por Europa para asistir en Ámsterdam a una subasta de pintura contemporánea. Justo por ello venía acompañado de su esposa, Stephanie, muy interesada por conocer de España el Prado, Toledo, Ávila y Segovia. Se entiende que después de que, como ya advertido, Mr. Roberts participase en las decisiones que se desprendieran del informe de Carlos.

Abstraído en su trabajo Carlos no se dio cuenta de que, allí, a su lado, su pequeño llevaba un buen rato mirándole. En las manos traía abierto un libro de cuentos.
─ ¿Me lees este cuento, papá?
Apenas si le oyó. Examinaba la copia del protocolo intencional de fusión que las partes habían firmado la semana anterior. Miró de soslayo al niño.
─ No puedo ahora, mi rey… Pero, oye; ¿no deberías estar en tu cuna?
─ Síii… Pero, ayer me prometiste que me leerías un cuento.
─ Ya, desde luego, pero es que ahora no puedo, precioso. ─ Y en tono terminante: ─ Déjame y dile a mamá que te lo lea ella.
El niño, contrariado, se quedó allí un buen rato mirando a su padre.
La vocecita de Carlitos volvió a interrumpirle.
─ Anda…, por favor… Mira sólo qué dibujos tan bonitos son. Nada más tienes que leerme esta parte.
Su padre no le contestó. Obviamente, el cuento de Pepito Conejo no era su prioridad. Cuando se dio cuenta de que el niño seguía allí a su lado, decidió zanjar el tema.
─ Oye esto, Carlitos, estoy muy ocupado y no te voy a leer nada. Así que no me lo pidas más y vete a tu cuarto a dormir. – Con una tierna mirada de disculpa, añadió: ─ Anda, dame un beso.
Se dieron sendos besos. Aun así, Carlitos se quedó todavía un minuto más. Con el libro abierto por sus hojas preferidas, callado, miraba alternativamente a su padre y al cuento. Al fin, resignado, dijo:
─ Entonces, cuando puedas me lo leerás ¿verdad?
─ Sí, claro que sí.
Con mucho cuidado para no molestarle el niño le dejó el libro en una esquina del buró, abierto por el inicio de la narración que le gustaba.

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*
Algo inusitado fue que cercano el amanecer Carlitos se despertara y que obsesionado por el cuento decidiera ir a buscarlo allí adonde lo había dejado. Se levantó procurando no despertar a su hermana de diez años al lado de la cual tenía la cuna. Entró en el despacho como quien entra en un sancta sanctórum. Alzándose de puntillas encendió la luz.

«- ¡Ah, ¡qué bien!» – se dijo – «Ahí está.»

El cuento asomaba sus colores allá arriba en la esquina de la mesa. Tiró de él y examinó con arrobo las viñetas. Ya se iba a marchar, pero sintió curiosidad por aquellas cosas que impidieron a su padre leerle la historia de Pepito Conejo.

Se subió a la silla, se colocó de rodillas sentado sobre los talones. Miraba con creciente curiosidad todo el frente de trabajo que tenía ante sí. ¡Qué apasionante…! Era el sitio habitual de papá. Tenía delante aquellos papeles, aquel cubilete con rotuladores rojos, azules, negros; las subcarpetas verdes y grises… aquella máquina de escribir que hacía tac-tac-ta-ca-tá… Él sabía muy bien, vaya que sí, que cuando fuera mayor sería un señor muy importante… Como su papá.
. . . .

A la mañana siguiente, después del desayuno Carlos de la Riva fue a su despacho dispuesto a ordenar las hojas de su informe, guardarlas en el portafolios y salir a toda prisa.

Un alarido atronó la casa. Lo que el señor de la Riva se encontró fue que el tan valioso documento, que le tuvo hasta las tantas pasándolo a limpio, estaba ahora «adornado» con garabatos de rotuladores rojos y negros que asemejaban las orejas de un conejo, unos matorrales, la boca de una madriguera…, repetidos en buena parte de las hojas mecanografiadas y que Carlos había dejado ordenadas para nada más llegar a la oficina encargar a Paloma, su auxiliar, que las encuadernase. El resto de los folios no completados de ilustrar por Carlitos tenían diversos trazos, rayas y chafarrinones, unos gruesos y otros finos originados por, rotuladores y bolígrafos de todos los colores que el pequeño intruso administró a su antojo.
Estremecida, la señora de La Riva se apresuraba por el pasillo hasta toparse con su marido que ondeaba un manojo de folios. Con voz de moribundo, exhaló:
─ Mira lo que ha hecho…─ Y mostraba horrorizado un abanico de papeles mecanografiados. – ¿Dónde está ese asesino?
─ ¡Oh, Dios! ¡Qué desastre! ─ y la esposa le advierte: ─ Durmiendo, por supuesto.
Van al dormitorio, la niña ya está desperezándose. Miran a la cuna. En Carlitos, profundamente dormido, resaltan sus negrísimas pestañas sobre unos mofletes de rojo brillante. A su lado, el libro de cuentos con una hoja arrugada. Carlos se inclina, se detiene unos segundos y le da un beso, alisa la hoja arrugada y cierra el cuento mientras le comenta a su mujer:
─ ¡Vaya paquete que me ha preparado este canalla!
Ella, optimista a la fuerza, le apunta:
─ Seguro que Paloma sabrá desfacer el entuerto. Tú trata de mantener la calma.
Resignado, Carlos abraza archivador y cartera y le da un beso a su mujer.
─ Confío en que no se caiga el cielo sobre nuestras cabezas.

*
La empresa de Carlos tenía las oficinas en una calle cercana a un área de Madrid que ya entonces empezaba a conocerse como AZCA. En aquel año la esbelta Torre Picasso se había terminado y a uno de sus pisos pensaban trasladarse en pocas semanas.
Carlos, que siempre se sintió muy afortunado de trabajar en su empresa, ahora es atrapado por dudas e inquietudes. Sólo faltaba que, por su culpa, en ocasión tan importante la Junta no pudiera celebrarse. Eso no podía ocurrir, de ninguna manera… «¡Hombre, ¡qué bueno va a ser para alguno que yo conozco!» Se dijo, pensando en Alan Archer, «ese cretino canadiense» con el que no se llevaba. «Hoy va a tener su día…»

Saludó al conserje, pasó la tarjeta de seguridad por el lector de los torniquetes de entrada y corrió hacia uno de los ascensores que ya cerraba las puertas…
Al entrar a las oficinas echó un vistazo a la Sala de Juntas. Estaba vacía pero ya todo preparado, con las escribanías, agua y vaso delante de cada sillón… Se dirigió a su despacho.
─ ¡Buenos días! – le dice Paloma.
─ Buenos días – y en voz baja añade: – Paloma, tenemos un problema, un problema terrible.
Ve que en la mesa de su asistente están ya las carpetillas donde presentar las copias del informe para los reunidos. Carlos le hace seña a Paloma de que le siga. Ya a puerta cerrada va sacando del portafolios «el trabajo» de Carlitos… A lo que Paloma sólo sabe exclamar:
─ Pero… pero ¿qué es est…? ¿Su niño…?
─ ¡Sííí! – dice con patetismo ─, mi monísimo niño.
Carlos, decidido, se vuelve a su secretaria, la mira a los ojos serio y le pregunta, le suplica:
─ ¿Podremos rehacerlo todo en una hora?
Paloma empieza a examinar los folios.
─ Las palabras de las primeras hojas están bastante legibles, pero… ─ mirando las de los chafarrinones con rotulador ─ estas otras… Los números… Por ejemplo, estos… Completamente tapados por el rotulador.
─ Bien, bueno, ya veremos. ¡Empecemos! Hagámoslo todo en este despacho. ¿Quién cree usted que podría ayudarnos?
─ Mabel… Voy a preguntarle.
Carlos se queda cortado un instante pues Mabel es la auxiliar del aborrecido Archer.
Entran Mabel y Paloma empujando un carrito con la máquina de escribir de la primera.
─ ¡Ah! Muy bien Mabel, muchas gracias. – Carlos se dirige a las dos: ─ Creo que adelantarán tiempo si una hace las hojas impares y la otra las pares. ¿No?
Se va a la puerta.
─ Salgo a hablar con Alan.
Nada más salir se encuentra con el canadiense y le expone la situación. Archer se da cuenta enseguida reaccionando con gesto de disponibilidad y clara intención de ayuda.
El hasta hace un minuto desconfiado Carlos, ahora más aliviado, se dirige a la Sala de Juntas donde se oye alguna conversación. Don Jesús y el americano están de pie hablando del Orden del Día y acerca de los demás socios que pronto empezarán a llegar.
Carlos le hace un aparte a su superior y le cuenta el incidente asegurándole que el retraso respecto a la hora prevista solo será de treinta o cuarenta minutos.
Mr. Roberts se da cuenta de que ocurre algo inesperado.
─ ¿Algún problema, Jesús?
El presidente español le hace un gesto tranquilizador y se vuelve a Carlos:
─ Carlos, vaya a lo suyo que aquí esperaremos.
.
Mabel y Paloma están consternadas porque un tres parece un nueve, o un uno se confunde con un cuatro. O al revés. Los tachones sobre los números son muy difíciles de superar. No hay manera de asegurarse y Carlos tampoco puede hacer nada que no le obligue a realizar otra vez los cálculos… ¡Dios! ¡En tal caso ni a las tres de la tarde se habrá acabado…!
Archer, con aquella su cara impertérrita que lo mismo valdría para hacer un brindis que para arrancarse una muela, se acerca:
─ Esto puede tener arreglo… Tal vez… ─ Mira los folios al trasluz. ─ Tal vez con el foco del proyector de diapositivas… Voy a probar.
Toma uno de los folios más dañados y sale.
Diez minutos después vuelve Archer con el proyector. En efecto, con su potente luz se distinguían mejor las tintas, con lo que los números se hacían legibles. Problema superado.
La febril actividad de entradas y salidas difundió la noticia de que el niño de Carlos, de tres años y medio, había puesto «su firma» en todos los folios del trabajo de su papá. Don Jesús y Mr. Roberts se acercaron al «campo de operaciones». En la Sala de Juntas el resto de los consejeros ya ha llegado y esperan para iniciar la sesión.
─ ¿Qué tal van? ─ pregunta el español mientras que el americano curiosea los folios dañados.
─ Mucho mejor de lo que temíamos. En diez minutos más podremos tenerlo.
─ Bien, bien. Adelante.
Mr. Roberts, que estaba examinando las más escandalosas páginas de “la obra” de Carlitos, pregunta:
─ ¿Importaría si me llevo estos folios? Me gustaría enseñárselos a mi mujer.

La reunión fue un éxito. El retraso le dio a Carlos el beneficio de no tener que leer introducciones y comentarios sobre el método empleado. Don Jesús y Mr. Roberts coincidieron en que se pasara a las conclusiones y previsión del Break-even point. Justo el capítulo que a Carlos más le interesaba pasar, por sus precauciones casi pesimistas. Ahora, bien, dado que la composición de la mesa daba los dos tercios a la representación de Mr. Roberts y de don Jesús, bastó que estos felicitaran a Carlos por su prudencia con la Cuenta Previsional de Resultados puesto que, sin duda, incluso negativa se compensaría con la expansión en el mercado; que no otra cosa era el estímulo de la fusión.
La asamblea se clausuró a la una y media, a tiempo de ir a comer.

Seis meses más tarde.

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Aquella mañana el presidente llamó a Carlos a su despacho. Si bien, cuando ambos coincidían en la oficina, estas visitas eran normales en el quehacer de cada día, desde luego no como hoy, a hora tan temprana.
Carlos llama y entra. Don Jesús, recién llegado está de pie recolocando algunos objetos encima de la mesa. Le pide que se siente:
─ Anoche me llamó Tom Roberts desde San Francisco.
Como un relámpago Carlos prevé malas noticias. Don Jesús continúa:
─ Me rogó que, en su nombre, le pidiera a usted un favor.
─ Un… ¿favor…?
La cara de Carlos combina la sorpresa y la incredulidad. Sospecha que no puede ser cosa mala pues que a los ojos de su presidente asoma cierto aire divertido.
─ La señora Roberts, Stephanie, ha presentado los “folios de Carlitos” a la Dirección del Museo de Arte Contemporáneo, de San Francisco. Su fundadora y ella son amigas desde solteras – subraya -, y le han aceptado dos que serán expuestos permanentemente.
Viendo la cara de Carlos no puede contener un esbozo risueño, al tiempo que acentúa.
─ Será una donación del autor, su niño, Carlitos, a uno de los museos más famosos de los Estados Unidos.
─ ¡Ya…! ─ Carlos no sabía si le daba vueltas la cabeza o era el despacho. ─ ¿Y cuál es el favor?
─ Pues… Que, por ser una donación, ustedes, es decir, Carlitos, renuncien a los derechos de propiedad, obviamente a favor del Museo.
Carlos de La Riva empieza a recobrar su elocuencia.
─ ¡Aaah…!
─ También me ha dicho que, si todo es OK, el Museo invitará cinco días en San Francisco a Carlitos y a dos acompañantes, incluidos viaje y estancia tutelada.
Carlos, todavía aturdido pero feliz le contesta teatral:
─ Hombre, yo creo que todo está muy bien, pero… ¡Tendré que consultar al artista!
Don Jesús ríe mientras le acompaña a la puerta.
─ Bueno, bueno, no bromeemos sobre un artista con mayor mérito que Tàpies y su calcetín.
─ ¡Por lo menos…! ─ coreó Carlos ─ O que Andy Warhol con un plátano y un bote de tomate.

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Ha trabajado en 13 empresas en mis 50 años de cotizar a la Seguridad Social. Entre ellas dos multinacionales, en suma de 21 años. La primera para España, Portugal y el Magreb territorio que se amplió a Francia e Italia. Ha viajado por deber a medio planeta y sigo activo. Ha conocido a muchísima gente de gran talla moral, empresarial y humana con la que conservo buenas relaciones personales; es así incluso, y con más fuerza, con aquellos amigos que ya no pueden morirse. De estas personas, de esos viajes, de aquellas responsabilidades y del afán siempre vivo por conocer mi entorno y mi tiempo es de donde supongo que mis experiencias y observaciones podrían ser de utilidad. Especialmente en este siglo en que los media son riquísimos y las opiniones paupérrimas.Le preocupa la visible degeneración de la fe católica y, consecuentemente, la posible descomposición de la Iglesia. No ha sido ni una hora seminarista, ni consagrado a ninguna obra religiosa, pero agradece a la Compañía de Jesús – aquella de su edad de estudiante en ICADE – que le enseñara a pensar y “gustar de las cosas internamente”. Somete todas sus reflexiones y opiniones al magisterio tradicional de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, en su unidad de enseñanza, es decir, en lo mismo que se ha creído por todos los bautizados, en todas partes y en todos los tiempos.

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