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Análisis

En nombre de la libertad

El liberalismo no significó al cabo más que una operación ideológica cuyo verdadero objetivo era reemplazar el antiguo orden cristiano por el nuevo orden o desorden gnóstico cabalístico.

El liberalismo es una palabra comodín. Declararse liberal es hacer una declaración de buenas intenciones de las que dicen que empiedran el camino al infierno, es una forma elegante de presentarse en sociedad o de presentarse a las elecciones. Es una palabra que suena bien en todos los oídos porque no compromete a nada ya. No implica lo más temido: el ejercicio efectivo de la propia libertad que siempre implica una lucha contra el poder tiránico y asesino. Los verdaderos actos libres son siempre originales. La libertad es fruto de la inventiva. Los hombres libres se inventan, se recrean a cada paso con el ejercicio de su soberanía, son los reyes de su propia vida y son siempre una minoría. Una inmensa minoría, porque para ser libre hay que tener valor. Un inmenso valor. La libertad es temida odiada por la mayoría, por la grey y por su líder: el tirano, que es un esclavo de sus pasiones. De sus bajas pasiones porque las altas son siempre una pugna por la libertad de todos. Los actos libres de los hombres esforzados nos liberan a todos. Son como una amnistía general. ¿Qué puede ser la libertad sino una lucha contra la fatalidad? La libertad se cumple al cumplir la voluntad divina porque Dios es el único que sabe lo que somos y lo que podemos ser, hasta donde podemos llegar, es decir: hasta Él. Hasta la plenitud del ser. ¿Qué puede ser la libertad sino la participación en la plenitud del ser? Un esclavo es el ser ninguneado. Es el hombre convertido en un objeto que se puede comprar y vender. O en una copia chapucera del hombre: el autómata, el ingenio mecánico. La máquina programada. El gólem.

En España donde nació el término liberalismo no implicaba otra cosa en un primer momento que liberarse del invasor francés, es decir, de los ejércitos nacidos al calor de la revolución francesa que fue la madre imprevista del liberalismo. Suponía pues una contradicción irresoluble.  Quizás fue ése el único momento en la historia en que el liberalismo supuso un movimiento verdaderamente liberador. Los liberales españoles expulsaron a los franceses, pero no a la doctrina maniquea que trajeron consigo y que se venía incubando de antiguo. Los liberales españoles que se declararon católicos abrazarían bien pronto si no lo hicieron desde el principio un credo equívoco, aberrante. La masonería y la gnosis. Porque el liberalismo que aún no tenía nombre era la máscara de los usureros gnósticos. El nuevo rostro sonriente que adoptarían los revolucionarios franceses tras su orgía de sangre.

Tras la fiesta revolucionaria que consistió en el sacrificio de los sacerdotes a los que se culpaba de no hacer a las masas entrar a saco en el cielo, el paraíso de la turba se convirtió en su infierno: el trabajo esclavista, el trabajo a destajo, y el motor de la nueva sociedad, el resentimiento.

Las visiones celestes que hasta entonces eran el privilegio del los predilectos de Dios se convertirían al cabo del tiempo en las alucinaciones de un loco, nació con ello la locura que se llama modernidad que encierra a videntes y poetas en el manicomio.  El pueblo podía hasta entonces compartir las visiones de los predilectos levantando la mirada al techo de una iglesia, los teólogos liberales educados para no ver más allá de sus narices nos robaron el más allá.  Las bajas pasiones pasaron a un primer plano, se convirtieron en nuestro horizonte, en el estandarte de la chusma que quería allanar el cielo por la fuerza bruta, pero tuvieron que conformarse con incendiar las iglesias que no eran más que su antesala.  Llenaron de escombros el camino hacia el cielo con el que había que soñar de nuevo en las catacumbas y no a cielo abierto. El paraíso en la tierra que nos prometen se convierte siempre en un infierno, una prisión cerrada a cal y canto, un campo de exterminio, y los pueblos liberados sucesivamente serían enviados en masa a las nuevas galeras. En Rusia, tras la revolución soviética versión remozada y actualizada de la francesa que era a su vez la materialización del sueño revolucionario del falso mesías Jacob Frank, el creador de la cábala roja, el que se deslomaba en beneficio de los banqueros de Wall Street o la City de Londres era el nuevo héroe del pueblo; esclavos orgullosos de serlo que lamían la mano de los nuevos capataces.  Los usureros robaban los iconos que exhibían en sus salones como trofeos.  Si primero despoblaron el cielo del imaginario popular del hombre, luego despoblaron la tierra. Tras asesinar a Dios en su conciencia comenzaron a asesinar a sus semejantes. Ahora preparan un exterminio de proporciones apocalípticas.

Las revoluciones rojas son las hijas de la cábala roja de Jacob Frank y su programa se encontraba prefigurado en las sagradas escrituras de este falsario “El Libro de las Palabras del Señor” que por supuesto era él. El nuevo dios secreto, subterráneo al que sus esclavos rinden tributo cada vez que muerden el polvo o besan el suelo. Desde entonces todos trabajamos para el demonio y sus huestes.

Es de una ironía sangrante que el liberalismo o la liberalidad sinónimo de generosidad en el antiguo régimen haya supuesto el gobierno de los menos generosos de entre todos los hombres, los más agarrados, los más tacaños los usureros sabateos que prestan a un interés desorbitante un dinero que no tienen, un dinero ajeno.  La invención de la moneda fraccionaria que consiste en prestar a voluntad un dinero que no existe fue su mayor invento, un dinero que se inventan, que se sacan de la manga como los tahúres se sacan las cartas marcadas; un invento superado luego por el dinero fiat que se puede imprimir ad nauseam y regalase a quien plazca y que ha hundido en la bancarrota a todas las naciones del mundo. Que nos empuja a todos a la ruina.

El liberalismo no significó al cabo más que una operación ideológica cuyo verdadero objetivo era reemplazar el antiguo orden cristiano por el nuevo orden o desorden gnóstico cabalístico, fue el equivalente en política de la Ilustración en filosofía. El brazo político, o uno de los brazos porque tiene más que la diosa Kali, de la nueva religión, si hubieran sido honestos se habrían llamado lo que eran: partido gnóstico, partido esclavista, partido maniqueo, partido cabalista, el partido de los usureros egipcios o caldeos. Los dos polos del cautiverio judío. La antítesis de una democracia cristiana liderada por hombres libres y no por los lacayos o los bufones de los financieros usureros que se esconden tras pantallas pacifistas o benéficas y que han prostituido la palabra filantropía como todas las demás. Desde entonces las palabras designan su reverso. Nuestra vida trascurre cautiva tras un espejo. Para vivir de veras habría que atravesarlo con la espada o con la pluma.

Se pueden escuchar las carcajadas del demonio disfrazado de payaso sangriento el héroe de nuestro tiempo o del fin de los tiempos.  Los payasos que hacían las delicias de los niños se han convertido en sus verdugos; en realidad todos somos payasos en el gran circo del mundo con la llegada de los tiempos modernos; todos somos bufones que nos escarnecemos unos a otros, pero nunca al rey en la sombra que sólo tolera el incienso de la lisonja y que está a cubierto de toda crítica, porque se esconde detrás de sus títeres: Las casas nobles masónicas o los parlamentos masónicos, donde los políticos son los representantes de la banca globalista y apátrida y los títeres de los maestros invisibles masónicos que son los que mueven los hilos de la política. El usurero es el rey verdadero al que nadie osa cuestionar, ni desafiar. Los nuevos esclavos: los súbditos de la nueva casa real masónica en la sombra disfrazada de democracia entraban hasta hace poco en los bancos como el que entra en un templo donde se adora al verdadero dios de la modernidad: el dinero negro. Ahora se quedan a las puertas del templo, trajinando como mendigos en los cajeros automáticos, como autómatas o como máquinas operando con otras máquinas. Meros apéndices sin voluntad propia de las mismas. Los banqueros del HSBC salieron impunes de sus crímenes, eran los nuevos dioses cuyo poder omnímodo nadie se atreve a desafiar, dioses que pueden matar y robar impunemente, porque la humanidad les pertenece. La gente desde la Ilustración, adora el polvo, las heces, la materia corruptible y le besan el culo con reverencia a los artífices de la misma: los banqueros trileros. A reyes y presidentes se los puede destronar, a los banqueros no. Son la cloaca elevada al rango de altar.

Después de más de doscientos años seguimos sin saber qué implica el liberalismo en política. Y no lo sabemos porque sus artífices no quieren que lo sepamos. Muchos de sus seguidores ni lo saben ellos mismo cegados como estaban y están por su propia propaganda. Son maestros del ocultismo y de la ocultación en filosofía en religión y en política. De la misma forma que el neo liberalismo tan poco liberal como el viejo arruina a la pequeña y mediana empresa en favor de la corporación de corporaciones de la City de Londres y extermina y encarcela a los ciudadanos en sus casas en nombre de la salud pública. El liberalismo clásico entronizaba y enriquecía a los usureros de la City o de cualquier otro sitio en nombre de la libertad de las naciones o de los individuos.

Los liberales se esconden detrás de esa palabra como un tahúr que se esconde detrás de una sonrisa. Como un mercader que nos vende gato por liebre. En España no vino bien pronto a significar otra cosa que ser anticlerical. O sea ir en contra del clero cristiano. Pero los liberales traían consigo su propia clerecía: los escribas de los faraones, los periodistas mercenarios, los chupatintas, los intelectuales masones: los nuevos sacerdotes de los nuevos templos, las logias masónicas. El satanismo era la nueva confesión del estado aconfesional. Es normal que el clero no le guste a nadie, su misión es demasiado alta para todos, y todos quedan en mal lugar. Lo bueno que tienen los criminales es que nadie espera nada bueno de ellos y no nos pueden defraudar, todos esperan de ellos lo peor. De un sacerdote se espera siempre lo imposible: la perfección. Y no digo la santidad porque nadie quiere ser santo ya. Queda mal. Después de exaltar al mal durante más de doscientos años todos queremos ser villanos de película. El heroísmo postmoderno consiste en salir impune del crimen como nos demuestran las ficciones de Hollywood. La fábrica de los malos sueños.

No podemos perdonarles a los liberales que hayan empañado dicha palabra, que hayan prostituido la libertad, que la esgriman para conducirnos al matadero.

La sociedad española nunca ha sido muy amiga de la libertad, el español es sumamente gregario, tribal. Al círculo de amigos se les denomina la peña. No es fácil entrar en él. El solitario resulta sospechoso, es estigmatizado, la soledad en España siempre ha sido un crimen. Resulta significativo que el término liberalismo naciera en este país para enfrentarse a una invasión extranjera. Para defenderse de una ocupación. No sé si se haya producido en España alguna vez (o en cualquier otra parte) un verdadero movimiento liberador del individuo frente a la presión del clan. Pero quizás una sociedad verdaderamente libre respetuosa con la idiosincrasia de cada cual no sea más que un espejismo, y el individualista tenga que refugiarse siempre en el páramo, en el anonimato de la gran urbe o transformarse en líder y transformar a la sociedad que al cabo del tiempo volverá a anquilosarse. Pero la renovación de la misma reside en las Sagradas Escrituras de la Biblia, no en las especulaciones espurias de la cábala o el talmud, los nuevos “evangelios” secretos del Nuevo Orden Mundial, por más que puedan contener alguna que otra intuición brillante o incluso genial.

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Porque el liberalismo que sólo pretendía liberarnos del credo cristiano para implantar el credo gnóstico pudo ser entendido por algunos y sobre todo por los intelectuales, los más individualistas, como una liberación personal. Quizás algunos pretendieron ver en él la liberación del individuo frente a la presión asfixiante del clan o de la tribu. Si fue así se equivocaron, porque los movimientos liberales han acabado convirtiendo al hombre en un clon, un esclavo físico y mental, un autómata de la nueva sociedad artificial. De la aldea global que es la única aldea que nos queda: la aldea digital. ¿Qué otra cosa puede ser la libertad sino la plena expresión de la especificidad de cada uno y el pleno desarrollo de su potencial como persona irrepetible, la esencia en suma del Cristianismo? Sin duda la relación con Dios debe ser personal, pero eso no implica que cada cual tenga que confeccionar su propio credo, cosa por otra parte imposible, sino en la preservación de la plena ortodoxia del credo cristiano que es la garantía de la verdadera libertad.

El liberalismo que parecía ser el defensor individualismo y de la libertad personal de cada uno acabó por el egoísmo de los banqueros convertido en una fábrica de producción en serie de clones; en su antítesis.

No hay nada en contra del individualismo en el credo cristiano ni en contra de la libertad sino todo lo contrario. Es la libertad de la persona única e irrepetible en toda su esplendor. La gnosis es un credo de fantasmas, una elucubración fastidiosa. Se asienta sobre una antinomia. La soledad hay que respetarla. El hombre se aísla a menudo para encontrarse a sí mismo y para encontrar a Dios que a menudo nos aguarda en el desierto como los anacoretas sabían muy bien. Una sociedad que no respeta al solitario es una sociedad carcelaria. Es una sociedad que condena el genio y está condenada a la esclerosis.

No basta declararse cristiano, hay que demostrarlo con el ejercicio de la libertad, del libre examen interior, con la crítica constante de las injusticias sociales a partir de los Evangelios. Porque la libertad y la justicia hay que defenderlas con la Biblia en la mano. Sin duda toda clase gobernante tiene al inmovilismo, a la defensa de sus privilegios a ultranza.  Las críticas a las injusticias se hicieron hasta el siglo XVIII, salvo excepciones significativas como la revuelta cátara, dentro del paradigma cristiano; a partir de entonces se produjo un cambio de paradigma. Dios se volvió tabú. La nueva divinidad suprema era el demonio. Y eso supuso el fin de la justicia y la libertad. Los partidarios de la misma se movieron desde entonces en tierras movedizas. Sin tierra firme en la que apoyarse, que no es otra que Jesucristo, la piedra angular del Cristianismo, sus revueltas, sus apelaciones a la libertad caían en saco roto. Fueron instrumentalizados una y otra vez por el poder en la sombra. Por los libertinos del club Hellfire, del club del fuego infernal, que si en algo descollaron fue en su genio propagandístico. Acabaron muriendo fusilados frente al mar en un sacrifico inútil como Torrijos que partió de Gibraltar tras su exilio en Inglaterra con un puñado de exaltados idealistas para ser sacrificados en la flor de la juventud. Es de una ironía sangrante que si en algún lugar deberían inmolarse ahora los amantes de la libertad sería en las playas de Gran Bretaña, un país cerrado a cal y canto a los ciudadanos libres y abierto de par en par a los mafiosos de todas partes con mascarilla o sin ella. La mascarilla no es obligatoria en los jet privados fletados por el estado profundo o el estado en la sombra.

Es preciso rescatar el sacrificio de numerosos líderes liberales que probablemente sólo luchaban en el fondo contra el despotismo y en pro de una sociedad plural. Con los liberales es preciso ser muy liberal. Hay que ser verdaderamente espléndido. Pero no tanto que los obligue en exceso. No tanto como para cargarlos con una deuda que nunca podrían pagar. No podemos regalarles la Historia que tiene un sentido que ellos no quisieron o no pudieron ver cegados por la confusión de la refriega, un sentido no secreto sino revelado, ellos fueron la consecuencia inconsciente de la historia secreta del falso mesianismo y de la herejía milenarista.

A los amantes de la libertad los más arrojados siempre, la palabra liberalismo los imanta y exalta hasta empañarles el juicio. Irreflexivos e impulsivos por naturaleza no son rival para mentes calculadoras y maquiavélicas, para los conspiradores masones de sangre fría que pensaban a largo plazo y los atraparon una y otra vez en sus intrigas como peces en la red. Ese fue el gran acierto de los conspiradores adueñarse de la palabra libertad vaciándola de sentido para atarlos con su pasión. Convertirla en sinónimo de todo impulso ciego y suicida.

Que Torrijos ingresara en la masonería no significa gran cosa, ahora sabemos que los masones de alto grado sólo revelaban sus verdaderos designios a quien y cuando les interesaba.

Los liberales o aquellos que instigaban el movimiento propiciaron o se valieron de un talante nuevo y desinhibido que seducía a los espíritus impetuosos y poco convencionales. Su medio natural no era la corte con su rígida etiqueta ni los templos con su aire solemne, era el salón distinguido reservado para los íntimos donde mujeres como George Sand sabían moverse con desenvoltura insólita, pero esto no tiene nada que ver con el credo, tiene que ver con el temperamento; refleja simplemente una actitud ante la vida que no es nueva ni vieja, sino más bien periódica, propia de aquellos, con frecuencia artistas, que aman los gestos espontáneos, pero la espontaneidad ha sido completamente proscrita de los nuevos salones neoliberales por los que se mueven ahora sin gracia alguna figuras hieráticas de gélida sonrisa y envaradas como momias. Figuras que hay que retratar de perfil como se hace con los delincuentes.

Esta pequeña aclaración explicaría la célebre frase de Chateaubriand en la que se declaraba: “Borbónico por honor, monárquico por razón y republicano (igual podría haber dicho liberal) por gusto y temperamento”.

Sin duda Fernando VIII fue un tirano, no era el primer caso ni el último de un dignatario que se escuda tras las sagradas escrituras para defender sus intereses personales; la crítica de la monarquía absoluta se puede, se debe hacer y se hizo dentro del paradigma cristiano. Si todo poder legítimo deriva de Dios, esto no significa que la sociedad deba convertirse en el monólogo o en el soliloquio de un déspota. Toda sociedad verdaderamente libre constituye un diálogo que las autoridades simplemente “moderan”. El monarca absoluto que se considera ungido por Dios en realidad usurpa su lugar, su régimen no es otra que cosa que una idolatría. La monarquía absoluta cuya génesis sería preciso explicar fue probablemente una respuesta a unos tiempos convulsos y a unos cambios sociales vertiginosos que amenazaban los privilegios de una casta, pero el liberalismo fue la operación encubierta de una élite “invisible” igualmente despótica que profesaba un credo aberrante y que pretendía instaurar una nueva monarquía absoluta y universal. Habría que evaluar de todas formas cual era el poder “real” del monarca absoluto, mucho menor seguramente que el de los nuevos reyes en la sombra.

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Sin duda los dignatarios cristianos se cerraron en banda en muchos casos ante unas reivindicaciones que se esgrimían en nombre de un nuevo credo en gran medida inconsciente; la libertad, la razón, la justicia ya no eran condiciones o atributos, eran absolutos, eran deidades herederas en parte de las ideas platónicas, eran los dioses del nuevo panteón, tras los que se escondían meros mortales endiosados. Se aferraron quizás a las viajes instituciones y costumbres que consideraban la única salvaguarda frente al asalto de la nueva religión disfrazada de filosofía seglar. Se endurecieron para sobrevivir. El “siglo” gnóstico dura ya tres siglos y se encuentra sin duda próximo a su fin, el neoliberalismo lo ha desenmascarado ahora que nos enmascara a todos. Ha descubierto a los ojos de todos su fea faz: la de un ogro homicida.

Los reyes del Antiguo Régimen en cualquier caso se hallaban a la vista de todos. Su reinado no era clandestino, ni secreto; se les podía plantar cara, ya fuera a riesgo de la propia vida. A los nuevos reyes absolutos, los sucesores del falso mesías Sabbatai Zevi, no, porque no tienen rostro, se esconden detrás de sus secuaces, de sus burócratas, de sus perros guardianes con birrete o con corona. Tan pronto como el mesianismo de Sabbatai se volvió un movimiento clandestino a comienzos del siglo XIX, comenzó a emerger el concepto de subconsciente.

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El subconsciente siempre había existido, pero a partir de entonces creció hasta devorar al hombre que se convirtió para psiquiatras y psicólogos, los nuevos exploradores de un alma en la que no creían, en un mero esclavo de impulsos secretos.

El subconsciente secreto era el reflejo del gobierno secreto y de la religión secreta que se impuso al hombre que se volvió un extraño para sí mismo porque no era consciente de los hombres que lo gobernaban ni del credo que profesaban.

Si el liberalismo fue el hijo putativo de la revolución francesa, la revolución francesa fue la hija de la revolución industrial británica. Es difícil definir el trauma que supuso para la sociedad antigua dicha revolución, los mejores espíritus, los más libres, se rebelaron horrorizados, adivinaron sin duda el ataque sin precedentes que suponía a la libertad y la dignidad del hombre. Pero esgrimieron contra ella variantes de la doctrina que la había producido: la gnosis que era ya el horizonte tenebroso de todos. Vivían inmersos en ella como si fuera el caldo de cultivo de un bioquímico cabalista. Un caldo de cultivo de todo tipo de monstruos de pesadilla.

La revolución industrial en Gran Bretaña supuso la primera gran emigración forzosa del campo a las ciudades. La filosofía natural la religión de los nuevos sacerdotes gnósticos acababa con la naturaleza, es decir con una relación armoniosa, fructífera, lúdica, entre el hombre y la creación. Los terratenientes cercaron las tierras comunales de las aldeas, lo que obligó a la gente del campo a buscar trabajo en la urbe.

Hombres, mujeres y niños se vieron obligados a trabajar durante largas horas en fábricas y minas en condiciones inhumanas y a riesgo la mayor parte del tiempo de sus propias vidas. La vida se volvió tan precaria que las madres abandonaban a sus hijos en la vía pública. Se podían encontrar recién nacidos muertos abandonados en los estercoleros.

Después de trabajar a veces doce o más horas al día, los trabajadores tenían que regresar a sus hogares sin agua corriente en condiciones insalubres.

En 1843, la esperanza de vida media de los trabajadores era de 18 años, mientras que en las zonas rurales era de 32. La explotación infantil fue uno de los mayores crímenes de la revolución industrial. Los niños eran explotados en fábricas y minas de carbón desde los ocho años.

La revolución industrial fue un experimento monstruoso que esclavizó a las masas e implicó por supuesto el sacrificio de los niños. Andrew Ure, partidario de las jornadas de trabajo más largas y del trabajo infantil, aseguraba que los niños disfrutaban trabajando muchas horas. La muerte constituía en su opinión un juego para ellos.

Se puede afirmar que la eliminación de los bienes o tierras comunales daría origen irónicamente a la larga al comunismo, la ideología inventada por los banqueros para hacer que obreros y campesinos se sometieran libremente a la nueva esclavitud. Los hombres ya no podían pastorear libremente en las tierras comunales eran el nuevo ganado pastoreado por los lobos. O las nuevas aves de corral encerradas en naves industriales.

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La revolución industrial supuso ya en fecha tan temprana el triunfo de la máquina sobre el hombre que no sería concebida a partir de entonces para liberarlo del trabajo o para facilitárselo sino para explotar los recursos en el menor tiempo posible; su motor fue el afán de poder y la avaricia desmedida.

La exaltación de la maquina y la concepción del hombre como un mero mecanismo, por parte de los Rosacruces engendraría a su tiempo la Revolución Industrial y la idolatría del progreso considerado como producción incesante de nuevos cachivaches o artilugios; artilugios destinados no a liberar al hombre sino a esclavizarlo, a convertirlo en un engranaje más de la gran maquinaria del progreso. El cambio incesante propio de la era moderna es una exigencia del mercado, una exigencia de la sociedad de consumo que nos consume.

Con el liberalismo los amantes de la libertad se verían obligados a huir bien pronto a las zonas rurales de donde estaban siendo arrancados los hombres para refugiarse en la soledad del bosque, una libertad que ahora también nos han robado porque el bosque se ha convertido en un parque ecológico donde nadie puede acampar libremente. El bosque se convierte así en una especie de deidad a la que hay que adorar desde lejos aunque mejor cabría llamarlo el parque de recreo de los nuevos multimillonarios. Con ello nació el mito del buen salvaje que filósofos como Rosseau exaltaban y que las corporaciones gnósticas se dedicarían a exterminar poco después. Como exterminaron a los indios norteamericanos y ahora pretenden exterminarnos a nosotros.

La única libertad posible en las nuevas urbes era la libertad que confiere el anonimato que ahora también están a punto de suprimir con los pasaportes digitales y los móviles rastreadores que permitirán a los esclavos marcados como reses saltar de una cárcel a otra.

El liberalismo como doctrina política vino precedido o acompañado por la teología liberal y el cristianismo liberal que no tiene de cristiano sino el nombre. El liberalismo no fue nunca otra cosa en realidad, como ya hemos señalado, que una de las fases del proyecto de reemplazar el credo cristiano por el credo gnóstico o masónico. Ese fue y sigue siendo su único y verdadero objetivo.

La expresión «teología liberal» fue acuñada por clérigos protestantes que para esas fechas es lo mismo que decir gnósticos como Johann Salomo Semler que la utilizó por primera vez en 1774. Para Helena Rosenblatt, Semler se refería con ella a una perspectiva religiosa y una manera de interpretar la Biblia que era ilustrada y erudita y, por tanto, adecuada para los hombres liberales de un siglo ilustrado. O sea los lacayos anticristianos y masones de los usureros luciferinos y sabateos. Se trataba en su opinión de una teología libre de restricciones dogmáticas y abierta al examen crítico. El enfoque «liberal» de la Biblia de Semler le llevó a concluir que la esencia del cristianismo no era dogmática, sino moral.

La teología de Johan Semler era tan dogmática como la teología tradicional cristiana, pero su dogma otro, el gnóstico, como otro era ya su credo: el credo del racionalismo materialista.

El credo de la ilustración se puede resumir en el siguiente párrafo que procederemos de inmediato a traducir convenientemente y que consiste en “la proclamación de la autonomía de la razón y los métodos de las ciencias naturales, basadas en la observación como único método fiable de conocimiento, y el consiguiente rechazo de la autoridad de la revelación, los escritos sagrados y sus intérpretes aceptados, la tradición y de cualquier fuente de conocimiento no racional y trascendente”.

Para empezar la razón, la razón humana se entiende, que algunos pretenden convertir en de sinónimo del recto juicio no es tal. Es un mito. Una deidad; es un dios o una diosa. Un absoluto. En segundo lugar la “razón” ilustrada no rechaza la revelación, está basada en una religión, la hermética, que es la supuesta revelación de un dios llamado Hermes Trimegisto y se pretende trascendente aunque no lo sea. Tiene por supuesto sus sagradas escrituras que probablemente Semler no conocía: las de la cábala en cualquiera de sus ramificaciones, probablemente la roja.

La anterior proclama o nuevo mito podría expresarse también de una forma similar a esta: la diosa Razón nacida como Atenea de la cabeza calenturienta de Júpiter, o de algún rabino endiosado empapado de neoplatonismo y otras doctrinas mágicas recibió las revelaciones o sagradas escrituras de Plutón o algún otro dios subterráneo y se dedicó a proclamar el evangelio de la sumisión absoluta a sus elucubraciones siniestras. En lugar de Plutón podríamos hablar de algún que otro demonio conjurado a puerta cerrada, pero eso sería emplear un lenguaje que los clérigos del Antiguo Régimen conocían muy bien, los revolucionarios gnósticos preferían aludir a divinidades paganas que resultaban menos inquietante gracias a la labor de innumerables artistas que las volvieron familiares e inofensivas con sus pintorescas alegorías.

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En este caso nos encontraríamos frente a un relato mitológico semejante a los que elaboró Blake por influencia de la gnosis. Relatos en los que las abstracciones o potencias terrestres se transforman en deidades con nombres que parecen angélicos. William Blake nos estaba mostrando sin saberlo las entrañas de la gnosis. El credo cristiano y el gnóstico se entremezclan en su obra de forma extraña y original. Es una figura gozne.

Hay que dejar bien claro finalmente que todo conocimiento se basa en la observación y la experimentación, incluyendo los saberes, ciencias aplicadas o técnicas medievales como la arquitectura medieval, no existe otra forma de conocer o de crear. La única diferencia es que la ciencia moderna partía de otros presupuestos y tenía objetivos diferentes.

Los teólogos como Semler estaban acabando con la dimensión sobrenatural del cristianismo y convirtiéndolo en una escuela de moral vagamente estoica. La esencia del cristianismo está perfectamente resumida en el Símbolo Niceno que es un dogma innegociable. Un dogma que proclama a un Dios, Jesucristo, que se encarnó por obra del Espíritu Santo y de la Virgen María y se hizo hombre, fue crucificado, muerto y sepultado, resucitó al tercer día, está sentado a la derecha del Padre y vendrá con gloria a juzgar a vivos y a muertos.

Quien no profese semejante credo no puede llamarse cristiano, es un alma confusa o un farsante que se pliega por miedo o por conveniencia a las exigencias de la nueva clerecía gnóstica. Semler no quería acabar con el dogmatismo quería reemplazar un dogma por otro: el dogma gnóstico que proclama que Dios es una divinidad opresora y el demonio una deidad liberadora, un dogma que prohíbe invocar a Dios o nombrarlo siquiera, un dogma materialista tan inflexible como el cristiano con la única diferencia que sus artículos de fe son otros.

Si para teólogos como Semler el cristianismo debía convertirse simplemente en una escuela de moral para simples, los parlamentos y las universidades se convertirían bien pronto en escuelas de inmoralidad para truhanes.

Mathew Eret nos recuerda que Bernard Mandeville defendía que si bien la gente debería tratar de comportarse éticamente, la verdad era que la moralidad en sí misma no tenía valor intrínseco, su única función era sujetar y controlar a la plebe.

En su obra “Vicios Privados, Beneficios Públicos” llega a afirmar que un asesino que roba y emplea su dinero con una prostituta rinde un servicio a la sociedad puesto que ella empleará dicho dinero para comprar nuevo botones para vestidos con lo que el fabricante de botones podrá alimentar a su familia, etc…”

Mandeville fue uno de los más destacados miembros del Club Hellfire de Gran Bretaña. El precedente del Bohemian Grove de la actualidad y en cuyas instalaciones los oligarcas podían dar rienda suelta a todas sus bajas pasiones y apetitos.

El bien común era simplemente el resultado de la suma de todos los actos malvados de los individuos.

Mandeville inspiró el pensamiento económico de Adan Smith que afirma en su Teoría de los sentimientos morales, que los sistemas económicos deben permanecer sujetos a las pasiones animales aleatorias de los mercados. La riqueza para Smith es consecuencia del miedo al hambre y al dolor de los individuos y de sus pulsiones sexuales. Para él, son las pasiones descontroladas de la muchedumbre ávida de placeres las que provocan el progreso dirigido por la célebre “mano invisible” la identidad de cuyo dueño no es difícil de imaginar.

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Para todos esos economistas liberales, el vicio entendido como la búsqueda del propio interés es, en suma, la condición indispensable de la prosperidad. La prosperidad de los miembros del club Hellfire habría que añadir, para los cuales trabajaba sin duda, lo supiera o no, Adan Smith. Para el común de los mortales no significa más que la miseria y el caos.

Adan Smith, fue por cierto, profesor de teología natural, la nueva disciplina dedicada al estudio de la religión natural la misma que Mosses Mendelon consideraba adecuada y suficiente para los gentiles a los que se describe con frecuencia como ganado en el Talmud.

Estados Unidos pronto sería famoso en palabras de Helena Rosenblatt por sus leyes liberales en materia religiosa y por la separación entre la Iglesia y el Estado, considerada un principio intrínsecamente estadounidense. Hay que señalar para empezar que semejante separación entre la iglesia y el estado es falsa, la religión del estado es la religión de aquellos que lo dirigen, que en la actualidad es la religión masónica y luciferina, la religión del nuevo estado global en ciernes, la más intolerante, que están intentando suprimir a sangre y fuego a todas las demás. Ahora podemos comprobar el grado de imparcialidad inherente al estado aconfesional y la tolerancia de dichos estadistas que reprimen todo culto religioso que no sea el suyo propio, ya sea abierta o solapadamente dependiendo de su poder y de la reacción de las masas.

¿Pero cuál era la religión de los estadistas estadounidenses por aquellas fechas? Era un credo doble, bifronte, por un lado estaban los cristianos de todas las denominaciones, y por otro los masones gnósticos y falsarios disfrazados de cristianos protestantes o librepensadores.

La Revolución Norteamericana fue desde el principio una empresa equívoca, una lucha abierta o solapada entre la cristiandad y la masonería anti cristiana. La revolución americana se llevó a cabo con la biblia en una mano y el talmud o la cábala en la otra, de ahí su carácter equívoco y contradictorio. Fue y sigue siendo una especie de tira y afloja entre dos credos irreconciliables. Una batalla entre Dios y el demonio que ahora alcanza su punto más crítico y dicha nación se ve forzada a luchar por su supervivencia frente al embate del globalismo milenarista y su iglesia encubierta.

La Revolución Americana podría considerarse como una lucha intestina entre los masones de grado bajo, ya fueran cristianos desorientados o simplemente teístas, y la masonería de grado alto que es la más baja y retorcida siempre, la masonería británica o escocesa de credo satánico en cuyos planes de dominación mundial no entraba la independencia de los Estados Unidos. Desde su mismo y siniestro nacimiento, incubado alquímicamente en cámaras secretas, ellos se concibieron como un imperio de alcance global en donde todas las naciones del mundo no serían más que colonias del nuevo imperio satánico con capital en Jerusalén. La independencia de la colonia norte americana que desde el primer momento se propusieron secuestrar no estaba de ningún modo prevista. Sin duda los padres fundadores de la patria no estaban al tanto de semejante proyecto demencial con la posible excepción de Benjamin Franklin al que se puede contemplar en un célebre cuadro empuñando el rayo jupiterino, símbolo de la deidad suprema. Miembro del club del fuego del infierno sin duda se sumó a las alegres francachelas satánicas de los adeptos que siempre conllevaban la inmolación de la plebe. No sabemos si se despertaba arrepentido de sus resacas. Algunos estudiosos lo clasifican como teísta, pero no sabemos quién era exactamente su dios. Sus declaraciones al respecto están plagadas de sospechosas reticencias.

Dilucidar la verdadera confesión de los padres fundadores de la nación estadounidense es un asunto sumamente complejo. Si algunos se mantuvieron fieles a los artículos fundamentales del credo cristiano, otros titubeaban. Cuestionaban la divinidad de Jesucristo o la veracidad de los milagros que se relatan en la Biblia o cualquier otra cosa. Todo se podía cuestionar en esa fase convulsa de transición de un credo a otro. Nacía el concepto de religión a la carta en cuyo menú los platos irían desapareciendo poco a poco hasta quedar reducidos al plato de los pobres de solemnidad: la sopa boba. Ya a finales del siglo XIX muy pocos podrían desafiar impunemente el nuevo dogma. Que era en realidad un dogma doble: uno para los lobos disfrazados de pastores y otro para el ganado. Ridiculizados o silenciados los disidentes se verían arrojados dependiendo de cuándo y dónde se encontrasen a la cuneta, a la mazmorra o al potro.

Que los próceres norteamericanos fueran seducidos en mayor o menor medida por la masonería no debe extrañarnos. La masonería se presentaba falsamente como popular y contraria a los privilegios aristocráticos simplemente para acabar con la aristocracia hostil, con la casas gobernantes en Francia, en España, en Rusia, en Austria. Con las casas enemigas. Porque para los masones del último grado sólo podía existir una casa gobernante que ahora no es otra que la casa de los Windsor – Rothschild. La casa gobernante del Reino Unido donde habían ubicado su centro provisional de operaciones. No sabemos quién lleva los pantalones en dicha casa. El papel que juega la reina Isabel II podría ser equivalente al que jugó en el siglo XIX la reina Victoria a la que nadie quiso desengañar acerca de la verdadera condición de algunos de sus dignatarios. Una reina “despistada” resulta una figura sumamente conveniente. Su ingenuidad y su inocencia pueden servir como manto encubridor de todo tipo de crímenes. Lo que parece cierto es que desde el siglo XVII los reyes de Inglaterra se han levantado o han caído en gran medida de acuerdo con los intereses de una camarilla secreta.

Es indudable que todas esas apelaciones a la lucha contra la tiranía de los nobles o los monarcas y en pro de la libertad del hombre común que los masones fomentaban en contra de sus enemigos, no podían sino producir resultados imprevistos como la revolución americana que desde el primer momento los masones se propusieron reconducir o secuestrar.

Fuera cual fuera la confesión de los padres fundadores que con frecuencia se acostaban masones y se despertaban cristianos o viceversa como inmersos que estaban en la plena eclosión global de la religión masónica disfrazada de racionalismo o de lo que hiciera falta, el grueso de la población se confesaba cristiana. Una confesión que estalla alarmada periódicamente en “Great Awakenings” o Grades Despertares Cristianos que los masones, los más despiertos siempre, infiltran, subvierten y frustran más temprano o más tarde. Para ellos no puede haber más cristianismo que el sionista que es su negación encubierta. Quieren convertir a los cristianos en los albañiles o constructores esclavizados de la nueva pirámide: El templo de Herodes que pretenden edificar matanza tras matanza para adorar en él al Anticristo.

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Es significativo que George Washington renegara y alertara en su lecho de muerte contra las sociedades secretas. Como tantos otros que se aventuraron desapercibidos en las logias masónicas le había visto por fin las orejas al lobo.

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