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Nuestro gran ideal: salvar a España

España ha perdido el pulso, el timón y la hoja de ruta.

Sin ser pesimista, a pesar de la situación actual que sufre nuestra patria y el empeño global por destruirla, tengo la esperanza de su recuperación, lo no me impide decir que España ha perdido el pulso, el timón y la hoja de ruta. Está desnortada. Porque la sanidad, la economía, la educación, el trabajo, el ejército, la religiosidad y la política están en una situación límite, no solo por haber sido y estar conducida por los más mediocres patanes y antónimos gobernantes, sino también porque el pueblo español, antaño capaz de levantarse contra la morisca o el propio Napoleón, está anonadado, rutinario, escéptico, aborregado, contradictorio, y alejado de Dios. 

     Bien sabemos que, que la agonía que sufre España, no ha sido repentina ni inesperada, sino que viene provocada por los mendigos que elevó Franco a la categoría de caballeros, que, a su muerte, perjuraron y en flagrante traición entregaron la Victoria de la Cruzada a sus perdedores, y en un desafío al ser de nuestra Patria, con el voto unánime de los españoles que, estoy seguro, ni siquiera habían leído el texto constitucional, pero si el apoyo de la mayoría del episcopado español (excepto de ocho obispo), se promulgó la Constitución atea del 78, con la que España perdió su Unidad Católica y por tanto su esencia: su catolicidad.  Y, desde entonces, ha sido la raíz de todos los males patrióticos y religiosos que padecemos.

      Sí, a partir de entonces, los devaneos políticos llamados consensos instalaron una democracia, que alimentada y subsistiendo, desde un principio,  a través de la mentira, la malversación, el fraude, el cohecho, la corrupción, el tráfico de influencias y la asfixia de impuestos al pueblo español, ha llegado así al momento actual, logrando así una España cataléptica, la posible desaparición de la civilización cristiana y la pérdida de nuestra identidad. 

      Razones toda ellas por las que, como seglares católicos españoles, tenemos la obligación principal de reanimar y salvar a España, con la consiguientemente protección de la civilización cristiana y nuestra propia identidad. Pero, para lograr esa meta, hemos de recuperar la Unidad Católica de España, y, por ende, restablecer la Confesionalidad Católica del Estado, en contra de la descristianización en nuestra Patria y generar todos sus frutos en una atmósfera social plenamente católica. 

      Y es que, de la misma forma el hombre encarcelado en un zulo desea el aire libre, y el pájaro aprisionado tiene ansias de recuperar los espacios infinitos del cielo, como católicos españoles debemos aspirar a que el ser de España sea de nuevo la catolicidad. 

      Se engaña singularmente quien suponga que nuestra acción, como españoles católicos, debe ser meramente individual, y no colectiva y nacional; nuestra última meta, como he apuntado anteriormente, es reconquistar la Unidad Católica de España y consiguientemente la Confesionalidad católica del Estado para reinstaurar el Reinado Social de Nuestro Señor Jesucristo (1), a fin de que el pueblo español salga de la reinante apostasía, que  está mermando nuestra colectividad, nuestra tradición y nuestra cultura; despertemos a todos los adormecidos y anestesiados españoles, que instigados por el miedo, la incertidumbre y la ignorancia, están participando en un juego aparentemente desordenado y espontaneo, pero hábilmente preparado, al han llamado “nueva normalidad”, y al que nos están obligando a vivir, en menoscabo de la civilización cristiana. 

      No podemos desinteresarnos de nuestra cultura, tradición y españolía, y contentarnos con una vacuna, un salvoconducto y un móvil a título meramente individual. Está en juego el ser o la nada de España, la civilización cristiana, la libertad, la propiedad privada, la familia, las leyes iguales para todos, las tradiciones ancestrales, las instituciones y los sistemas literarios, históricos y artísticos, etc., En una palabra, estamos a punto de perder el elemento de la propia perfección social.

      Tened en cuenta que los ambientes, las leyes, las instituciones, lo nuevos usos y costumbres en que hoy nos obligan a vivir, cumpliendo las órdenes del gran reinicio, están ejerciendo sobre el pueblo español una acción pedagógica negativa.

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      Mirad a vuestro entorno y ved la soledad en abandono de nuestros ancianos, la juventud sin horizonte, la familia sin hogar, los pequeños comercios desaparecidos, las oficinas mutantes, la inseguridad personal, la educación online o embrutecimiento generacional, las consultas médicas a distancia por telefonía, la situación de pobreza en progresión geométrica, la automatización y la inteligencia artificial. Todo ello al ritmo de la digitalización.

      Resistir enteramente a ese ambiente, cuya acción ideológica nos penetra hasta por ósmosis y como por la piel, es obra de alta y ardua virtud. Y por esa misma virtud, nuestros compatriotas de 1936 al 1939 no fueron más admirables enfrentándose al terror rojo, que manteniendo íntegro su espíritu católico, aunque viviesen en el seno de una república pagana.

          Ante el increíble e insólito panorama donde impera un laicismo profesional que “ordena y manda” a la sociedad actual con el único objetivo de destruir y hacer desaparecer a España. Seamos conscientes de esa realdad. Unámonos y permanezcamos unidos para luchar, cada uno con los medios que tenga disponibles a su alcance, con el ejemplo, en nuestro trabajo y ambiente, con la palabra, por escrito, en los medios de comunicación y en todo lugar, oportuna e inoportunamente. En un deber como españoles la redención de España, en su unidad de tierras, en su unidad espiritual y entre todos os españoles. 

   (1)    Hay quienes me dirán que soy un iluso, que reinstaurar hoy el Reinado de Nuestro Señor Jesucristo es una utopía, y les contesto que lo que es una verdadera utopía, es querer hacer aquí, en la tierra un paraíso, ya que cuando cada vez que nos alejamos de Cristo, y nos materializamos, esto se conviértete más y más en un infierno. ¡Ahí tenéis la España de hoy!

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       La vida terrena se diferencia, así, y profundamente, de la vida eterna. Pero estas dos vidas no constituyen dos planos absolutamente aislados uno del otro. Hay en los designios de la Providencia una relación íntima entre la vida terrena y la vida eterna. La vida terrena es el camino, la vida eterna es el fin. El Reino de los Cielos no es de este mundo, pero es en este mundo que está el camino por donde llegaremos hasta él.      

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