Por Gonzalo García
Cae la tarde del 1 de agosto. Durante las horas previas han ido llegando niños y jóvenes desde toda España. Los coches y autobuses traen más y más participantes que se van uniendo a los que ya llevan aquí unos días preparándolo todo.
Hay abrazos entre amigos que se reencuentran. También hay nervios en primerizos (niños y padres). Y, por qué no decirlo, como siempre ha ocurrido en campamentos de todo tipo en los que participan jóvenes, miradas esquivas que quieren cruzarse y a la vez se esquivan, nerviosas.
También hay novatos que parece que lleven todos los galones del mundo, tomando posesión del campamento como si hubieran nacido allí, y veteranos que siguen sudando nervios y miedos. Son niños, y cada uno es como es. Como debe ser.
Suena el silbato. Los veteranos reaccionan como un resorte, porque saben qué tienen que hacer. Los pocos padres que quedamos allí, los pesados de siempre últimos en salir, recibimos el abrazo y beso nervioso, apresurado de los niños que saben que tienen que correr, campa abajo, a formar. Los novatos, unos aleccionados y otros por imitación, corren siguiendo a los que tienen el rojo de sus boinas más gastado de años de sol serrano.
Este año hay algún retraso, y antes de formar todos juntos, se distribuyen en los tres grupos, según sus edades. Los directores y monitores se van presentando y van invitando a hacerlo a los niños. Algunos se atragantan en la presentación, nerviosos. Otros lo hacen con rutina, como cada verano desde hace ya varios años. Algunos llevan más de media vida haciéndolo.
Los padres ya nos hemos ido. Los dejamos allí. Se van distribuyendo en guías. Qué monitor le habrá tocado. Con quién dormirá en la tienda…
Los grupos se forman y hoy, día 2, empezará la rutina. La vida de campamento. Las marchas, los juegos, los rezos, los trabajos de orden y limpieza, las revisiones, las risas, los llantos, los cansancios, los descansos, las misas, las charlas del sacerdote, las de los monitores, las protestas en el comedor porque esto no me gusta, la atención del compañero de mesa que estará al quite para decirte «¿no te lo vas a comer?», las charlas de monitores y de visitantes. Las clases, las canciones, la formación a pie del mástil para izar o arriar cantando viejos himnos. Las caídas al arroyo, las amistades que durarán para siempre, los desencuentros con quien no te cae tan bien y te ha vuelto a tocar en tu escuadra… Y las miradas esquivas, que quizá acaben encontrándose o quizá se desvíen para siempre.
Todo, siempre, por la Santa Causa, para que vaya calando en ellos lo que cantan en uno de los himnos que los nuevos empezarán a aprender hoy mismo… «somos niños, los pelayos, mas seremos sin tardar los soldados más valientes que a la patria salvarán«.
Y filas de boinas rojas y blancas surcarán los caminos, los bosques y los montes entonando y asimilando: «Viva Cristo Rey, viva Cristo Rey, el grito de guerra que enciende la tierra; Viva Cristo Rey, nuestro Soberano Señor, nuestro Capitán y Campeón, pelear por Él es todo un honor«.
No reivindicamos una batalla cultural. Reivindicamos la Cristiandad, y luchamos -y educamos- para su restauración. Por Dios, la Patria, los Fueros y el Rey Legítimo.
¡VIVA CRISTO REY!
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