La compleja problemática planetaria a la que se enfrenta la Humanidad es una cuestión lógica y derivada de la concurrencia de determinadas magnitudes, proporciones y progresiones.
Estamos en uno de los nueve planetas –de tipo medio- de los que giran en torno a una enana amarilla, el Sol, dentro de una galaxia, la Vía Láctea –de los millones que hay- que suma cerca de doscientas mil estrellas. Habitamos un planeta finito que flota en el espacio, una bola de tripas incandescentes, una esfera provista de una costra granítica de unos treinta kilómetros de espesor medio que contiene –a manera de bombón de licor- un magma a miles de grados y que tiene un radio de seis mil trescientos setenta y un kilómetros, un diámetro de doce mil setecientos cuarenta y dos, y un perímetro ecuatorial de cuarenta mil setenta y seis kilómetros. Habas contadas, se dice. He ahí una magnitud condicionante y contingente. No hay otra cosa.
Nos desenvolvemos en una capa –más condicionante y contingente aún- gaseosa y acuática, la biosfera, que envuelve nuestro planeta, adherida a él, y que supone una pequeña parte –muy pequeña- del volumen que se aprecia cuando se contempla el planeta azul desde la estratosfera. Otra magnitud mucho menor.
Esta fina capa, la gaseosa es de unos tres kilómetros de espesor -compárense con los 12.000 de diámetro- los que permiten la vida en la superficie terrestre –la biosfera aérea- y rodea enteramente la esfera planetaria y todo aparece azul y apetecible desde la distancia. La biosfera acuática salada ocupa un 70,9% de los 510.101.000 km2 –casi las tres cuartas partes- que tiene la superficie de la Tierra, por tanto, suma 361.661.600 km2.
Esa hidrosfera –la mayor reserva de biodiversidad- tiene una profundidad media de cuatro kilómetros, y con unas determinadas temperaturas que suponen 15º medios durante miles de años, se corresponde con una cantidad de evaporación que va a proveer de agua dulce regada en toda su superficie irregularmente y en forma de lluvia, granizo o nieve y que totaliza un 3% del agua total. No pasa de ahí. Son dos magnitudes: superficie y temperatura, una fija y otra variable.
Supone un equilibrio excepcional y muy complejo, que `produce unos resultados muy especiales. Otras superficies y otras temperaturas darían otras evaporaciones y otras precipitaciones diferentes. Nunca llovería a gusto de todos, sin duda, pero ¿qué tipo de vida se produciría o sería posible sólo con cambiar esa proporción en virtud de la progresión de una de ellas?
Tanto una biosfera –la aérea- como la otra –la que se desenvuelve dentro del agua-, insistimos, tienen un espesor medio que no pasa de tres kilómetros vivibles la primera y de cuatro la segunda, en los que es posible la vida. Cuando una se superpone a la otra, como es en el caso de los océanos en los que están los cuatro km de agua medios y los tres km de atmósfera, tenemos una biosfera de aproximadamente siete kilómetros de espesor medio, pero el volumen de ambas cabe muy aproximadamente en un cubo de 1.560 kilómetros de arista o lado (una vez y media la distancia lineal entre París y Viena) lo que, comparado con el perímetro de la Tierra de 40.000 kilómetros, es algo pequeño, delicado y frágil, a cuidar. Tan sólo una veintiseisava parte de ese perímetro. Piénsese lo que puede ocurrir cuando algunas magnitudes comienzan a variar la proporción en la que se desenvuelven con las otras.
En ambas biosferas se suceden fenómenos que facilitan la vida y el clima, como los vientos, las corrientes marinas, la lluvia y la nieve, las horas de sol (la constante solar) las temperaturas y los solsticios y equinoccios, que son otros fenómenos fundamentales y determinantes muy seriamente para la vida, marcando las estaciones del año en cada lugar, los efectos de la atracción lunar…
Pues bien, en estos momentos –en 2019- habitamos la escasa y limitada biosfera de la Tierra del orden de 7.530.000.000 seres humanos –una magnitud notable y en progresión exponencial- y cada año se suman, se suben al sistema Tierra unos 70.000.000 de habitantes netos (los que nacen menos los que mueren), que equivale a la población de Francia.
Cuando nací, hace 75 años, en 1944 éramos 2.250.000.000, un 30%. Menos de una tercera parte. Nos hemos triplicado en 75 años. Esta es una progresión relevante que hay que considerar. ¿Me explico? El agua dulce es la misma, la superficie del planeta es la misma… y por tanto tocamos a menos de todo. A una tercera parte de la que tocábamos entonces. ¿No es así? Hay razones sobradas para pensar en repercusiones antropogénicas sobre el delicado sistema derivadas de las malas conductas de tantos. ¿Quién piensa lo contrario?
Las glaciaciones eran, son y serán las glaciaciones. El agua en la Tierra es la misma, no se pierde, pero nunca será más, y la dulce, ese 3% del que vivimos, depende directamente de la climatología a la que afectan, sin duda alguna, las contaminaciones y esa sí puede disminuir de forma evidente e incluso drástica, o multiplicarse por cuatro desastrosamente.
Cuarenta millones de vuelos anuales, en progresión creciente y quemando queroseno y avigás a la peor altura y cada vez más baratos y fomentados es un suicidio, como los cruceros baratos y fomentados, quemando cada día 250 toneladas de crudo supercontaminante, acabarán con la biosfera marina y con la aérea, y su biodiversidad –entre la que nos contamos- como los consumos de calefacción, aire acondicionado y transporte privado, y público, que en su día podrá remediar la fusión, no otra fuente de energía.
Digo estos ejemplos porque ambos son si no prescindibles, sí restringibles. El despilfarro es evidente, por la codicia. Llegarán las consecuencias, lo niegue quién lo niegue.
Es cuestión de capacidad y de volúmenes, es pura lógica aristotélica. Son magnitudes variables en algunos casos, en progresiones igualmente variables, que dan diferentes proporciones y que chocan entre sí, que se enfrentan y convergen fatalmente en un evidente rumbo de colisión.
Añadamos a eso la pobreza, el hambre, la pérdida de biodiversidad, los residuos, la escasez de tierra cultivable… Todo un asunto a tomar en serio, se le llame como se le llame.
El que diga lo contrario miente.
Pelayo del Riego
Fundador y secretario general de DEYNA (1992)
Miembro del capítulo español del Club de Roma desde 1993
Madrid. Noviembre del 2019