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Historia

Los Tercios por Pedro Calderón de la Barca

Esa ética del honor y del deber, del sacrificio y de la fidelidad, del compromiso, que fue realmente la base de la fuerza de los tercios. De nuestros tercios.

Texto de Javier Esparza

Si los tercios entraron en la leyenda no fue solo por sus victorias militares, sino por un cierto estilo ético que define a todo un país y una época. Quien mejor definió ese estilo ético fue probablemente Calderón de la Barca, soldado, en su poema: «Este ejército que ves, vago al yelo y al calor,..». Porque es más que un poema: es una declaración moral.

Los tercios fueron, antes que ninguna otra cosa, un gran ejército nacional y popular, no formado por una casta cerrada ni tampoco reunido por levas forzosas —o no fundamentalmente—, sino que era una fuerza constituida esencialmente por voluntarios, con abundante presencia de esos que, por venir de familia noble o por especial relación con el mando, recibían el nombre de «guzmanes». Estos voluntarios provenían sobre todo de la pequeña hidalguía rural, aunque las filas de los tercios estaban abiertas a todas las clases sociales cristianas. Eso es importante porque explica el vínculo fortísimo que había por entonces entre el pueblo español y sus soldados: eran lo mismo.

Hay que repetir que la Reconquista —y esto no es ningún tópico— había alumbrado una sociedad muy belicosa, con un cierto perfil de campesino-soldado que, además, reivindicaba su sangre limpia y noble. Los tercios van a estar literalmente plagados de hidalgos segundones, hijos de familias cuya propiedad ha heredado el primogénito, y que encuentran en las armas una suerte de camino natural. Estos hidalgos segundones no son una minoría social, sino una condición muy extendida. También hay que decir que los soldados de los tercios eran de todo el territorio español: una tercera parte, más o menos, venía de la vieja Corona de Aragón (Cataluña, Valencia, Aragón y Baleares), otra tercera parte venía de Castilla (incluidos los territorios vascos) y la restante de Andalucía y Extremadura. Era, pues, un ejército mayoritariamente voluntario y profesional, de tono nacional y popular, probablemente el primero de Europa con esas características.

El poema de Calderón

Otro dato de gran importancia: los tercios no eran solo una fuerza militar, sino que representaban, además, un modelo ético. Esto hay que subrayarlo. La historia de Europa está llena de órdenes y colectividades que llegan a encarnar un tipo humano, tipo que encarna unos ciertos valores éticos: la caballería francesa en la Edad Media, el legionario romano, el caballero templario, la Compañía de Jesús, la armada británica en el XIX, el estado mayor prusiano… Todas estas figuras han sido la vanguardia histórica de alguna potencia, y lo han sido por su fuerza ética. Porque ningún poder puede conquistar el corazón de los hombres si no va a acompañado de un modelo ético superior, de una línea de virtud que además siempre implica entrega, renuncia, sacrificio. Pues bien: los tercios españoles son una de esas órdenes. No es solo una máquina militar; es, sobre todo, un espejo de virtud. Que luego, como ya sabemos, todos somos de barro y los hombres no siempre estamos a la altura de las circunstancias, pero el modelo ha quedado sentado. Esto lo vio muy bien un gran soldado y gran poeta español, Calderón de la Barca, que dedicó a los tercios un poema que viene a ser un resumen de su ética. Dice así:

Este ejército que ves,

vago al yelo y al calor,

la república mejor

y más política es

del mundo, en que nadie espere

que ser preferido pueda

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por la nobleza que hereda,

sino por la que él adquiere;

porque aquí a la sangre excede

el lugar que uno se hace

y sin mirar cómo nace

se mira cómo procede.

Aquí la necesidad

no es infamia; y si es honrado,

pobre y desnudo un soldado

tiene mejor cualidad

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que el más galán y lucido;

porque aquí a lo que sospecho

no adorna el vestido al pecho

que el pecho adorna al vestido.

Y así, de modestia llenos,

a los más viejos verás

tratando de ser lo más

y de aparentar lo menos.

Aquí la más principal

hazaña es obedecer,

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y el modo cómo ha de ser

es ni pedir ni rehusar.

Aquí, en fin, la cortesía,

el buen trato, la verdad,

la firmeza, la lealtad,

el honor, la bizarría,

el crédito, la opinión,

la constancia, la paciencia,

la humildad y la obediencia,

fama, honor y vida son

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caudal de pobres soldados;

que en buena o mala fortuna

la milicia no es más que una

religión de hombres honrados.

Calderón de la Barca incluyó esta pieza en su comedia Para vencer a amor, querer vencerle, de 1650. También Cervantes, como hemos visto, había sido soldado en el Tercio de Mar y estuvo en Lepanto. Lope de Vega se había enrolado en la Armada Invencible. Garcilaso había muerto combatiendo en el sitio de Frejus. Las armas y las letras eran, en este momento de nuestra historia, mundos contiguos.

Un modelo ético

Pero si el poema de Calderón nos interesa aquí de manera especial es porque puede ser considerado como la mejor expresión de la ética de los tercios. Veámoslo en detalle:

este ejército que ves, / vago al yelo y al calor,

La primera en la frente: «vago al yelo y al calor». Es decir, inmune al sufrimiento físico, al calor de Túnez o al frío de los canales de Flandes; resistente, sacrificado. Esa es la virtud mayor del soldado español. De todos los tiempos.

La república mejor / y más política es del mundo…

El ejército forma una comunidad distinta, aparte, una «república» en la que el soldado entra como un iniciado, también como un ciudadano de pleno derecho. Y esta república es «la más política», es decir, se rige por reglas esencialmente justas, y por eso es la mejor. Orgullo de cuerpo.

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… en que nadie espere / que ser preferido pueda / por la nobleza que hereda, / uno por la que él adquiere; / porque aquí a la sangre excede / el lugar que uno se hace / y sin mirar cómo nace / se mira cómo procede.

Todos los que entran en esta comunidad son, de partida, iguales. Nadie va a merecer mayor miramiento por sus títulos o su linaje. Para una sociedad tan rígidamente jerarquizada como la española del XVI —como cualquier otra sociedad europea de su tiempo—, la propuesta es revolucionaria. No hay aquí nobles ni menestrales. Los caballeros suben a los peones a la grupa de sus caballos, como ordenó en su momento el Gran Capitán, y el jefe que ha ascendido desde lo más bajo manda con plena autoridad sobre el soldado de linaje aristocrático por mucho que sea su abolengo. El español de este tiempo no quiere ser rico: quiere ser señor, ascender en la escala social (el dinero viene por añadidura, si viene), y por eso se alista en los tercios o pasa a América. Y podrá llegar hasta donde quiera si con sus obras demuestra su valía: «sin mirar cómo nace, se mira cómo procede».

Aquí la necesidad / no es infamia; y si es honrado, / pobre y desnudo un soldado / tiene mejor cualidad / que el más galán y lucido / porque aquí a lo que sospecho / no adorna el vestido el pecho / que el pecho adorna al vestido….

Nadie es menos por ser pobre. Nadie es más por ser rico. La honradez, que en el lenguaje de la época equivale literalmente a tener honor, es el único criterio fehaciente para clasificar a los hombres. No es el vestido lo que importa, sino el pecho.

Y así, de modestia llenos, / a los más viejos verás / tratando de ser lo más / y de aparentar lo menos.

Dos virtudes en un verso: veteranía y modestia. Al veterano —el más viejo— lo veremos modesto, eludiendo cualquier jactancia. Dime de qué presumes y te diré de qué careces: el viejo refrán español define espíritus. El soldado aspirará a no presumir, sino a hacer. Tratar de «ser lo más».

Aquí la más principal / hazaña es obedecer…

Obediencia. Virtud militar por antonomasia. Pero hay más: es la principal hazaña. Es decir, que quien acuda a filas buscando gloria en grandes hechos debe hacerse a la idea de que no habrá hecho más glorioso que la obediencia cotidiana, la disciplina en el tedio del campamento o en la fatiga de la marcha. Ahí está «la más principal hazaña».

Y el modo cómo ha de ser / es ni pedir ni rehusar,

Pedir es de menesterosos. Un soldado no pide; da. Incluso da lo más preciado, que es la vida. Pero rehusar es de soberbios, y un soldado no puede ser soberbio, luego tampoco rehusará lo que se le ofrezca. Hay aquí un mandamiento de estoicismo y contención que necesariamente evoca la ética clásica. A propósito de eso de «no pedir», es muy elocuente la carta que el veterano Julián Romero, ya tuerto, manco y cojo, envía al rey Felipe II pidiéndole —precisamente— un merecido descanso. Romero, hijo de un simple maestro de obras, aunque hidalgo, se marcha de su casa con quince años para servir en los tercios que van a Túnez como mozo de tambor: lo más bajo. Era 1534. Treinta años después, en 1565, era maestre de campo del Tercio de Sicilia después de haber pasado por todos los empleos en filas y combatido en medio mundo. A la altura de 1574, mutilado y roto, pide el retiro al rey. Pero antes de pedir, dice todo lo que ha dado:

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Sirvo a Vuestra Majestad cuarenta años la Navidad que viene, sin apartarme en todo este tiempo de la guerra y los cargos que me han encomendado y en ello he perdido tres hermanos, un yerno y un brazo y una pierna y un ojo y un oído y ahora últimamente un hijo en el que yo tenía puestos mis ojos y por otra parte ha de nueve años que me casé pensando en poder descansar y después acá no he estado un año entero en mi casa…

Añadamos que el rey le dio largas. Como hemos visto páginas atrás, Romero acabó hallando cierto descanso como gobernador del castillo de Cremona, pero fue para volver a las armas en cuanto Juan de Austria pidió refuerzos. Murió al comenzar la campaña, con cincuenta y nueve años de edad y más de cuarenta en servicio. Pero sigamos con Calderón, que ahora, en su poema, enumera las virtudes morales que han de acompañar al soldado:

Aquí, en fin, la cortesía, / el buen trato, la verdad, / la firmeza, la lealtad..,

Cortesía y buen trato. Un rasgo específico de los tercios españoles, probablemente único en los ejércitos de aquel tiempo. Ya hemos visto páginas atrás qué complejo era el sistema reglamentario para castigar a un soldado. «Señores soldados», decía el duque de Alba al dirigirse a sus tropas. ¡Señores soldados! En las filas de al lado o de enfrente, de voluntarios italianos o mercenarios alemanes, la tropa era soldadesca y con frecuencia se la trataba como a un rebaño. Pero los españoles eran «señores soldados». Esos soldados que, como dice la tradición, lo aguantaban todo menos que se les hablara alto. Sigue la enumeración de virtudes:

El honor, la bizarría, / el crédito, la opinión…

Con frecuencia se ha subrayado el exagerado sentido del honor del soldado de los tercios, hipersensible hasta el delirio, dispuesto a echar mano de la espada por la menor afrenta. No es mentira. Esa gente ha ido ahí, a los tercios, para entrar en una comunidad singular donde todos son señores —esa fue la gran idea del Gran Capitán—, donde nadie tiene prerrogativa sobre otro si no es por el mérito, luego nadie puede faltar al prójimo impunemente. El honor propio descansa en buena medida sobre la opinión ajena, sobre el crédito ante la comunidad. Ese es el motor que lleva al soldado español a pedir el lugar de más peligro o, como en Cambrai, a solicitar que solo haya españoles en el ataque a una fortaleza.

La constancia, la paciencia, / la humildad y la obediencia.

¿Qué decir de unas virtudes como estas, casi redundantes después de todo cuanto se ha dicho? Solo una cosa: recalcar que están profundamente conectadas entre sí, y que, en campaña, esas cualidades que parecen más bien mansas son, en realidad, sinónimo de tenacidad en la bravura. ¿Un solo ejemplo? Haarlem, invierno de 1572-1573. Tenaz asedio español, infructuoso: muchas bajas, pocos éxitos. Cunde el desánimo. Varios capitanes proponen la retirada. Dirige el asedio Fadrique de Toledo, hijo del gran duque de Alba. Fadrique no se atreve a contarle a su padre lo que está pasando: el cansancio, la impaciencia, la desesperación; pero el viejo guerrero se entera. De inmediato don Fernando envía una carta a Fadrique, de padre a hijo, de jefe a subordinado, de soldado a soldado, en estos términos: «Si alzas el campo sin rendir la plaza, no te tendré por hijo. Si mueres en el asedio, iré en persona a reemplazarte, aunque me halle enfermo y en cama. Si muero yo también, vendrá entonces tu madre desde España para hacer en la guerra lo que su hijo no ha tenido valor o paciencia para hacer». No hacen falta más comentarios. Haarlem cayó. Así termina el poema de Calderón:

Fama, honor y vida son / caudal de pobres soldados; / que en buena o mala-fortuna / la milicia no es más que una / religión de hombres honrados.

Honor, deber, sacrificio

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El caudal del soldado, finalmente, no son las riquezas que puedan ganarse con el botín, ni los ascensos o las recompensas; eso es muy importante, pero es accesorio. Lo realmente decisivo, «fama, honor y vida» a la vez, es esa enumeración de virtudes que hacen del soldado alguien distinto, alguien singular. Uno de los pasajes más célebres de la llíada es aquel en el que los guerreros aqueos comentan cómo los privilegios de que gozan en su vida son correspondencia de su permanente disposición a sufrir y morir por los demás. El espíritu que animaba a los soldados de los tercios no era muy distinto.

Todo esto es más importante que la eficacia militar. La gente no acudía a los tercios por dinero, para hacer carrera o para aprender una profesión. La gente acudía por sentido del honor, por sentido de la gloria, y en eso coinciden todos los testimonios de la época. Por ese sentido ético, los tercios pudieron mantenerse durante más de un siglo como una tropa esencialmente voluntaria, cuya compensación no era una soldada bastante poco lucida, ni tampoco el botín, que además estaba sujeto a reglas muy estrictas, sino que la recompensa era el honor de servir a su rey y a su patria bajo esas banderas.

Por supuesto, esa historia no se escribió sin sangre. En la guerra suele ser el líquido base. Pero, pese a la fama de brutalidad que extendió la leyenda negra, la verdad histórica es que los tercios españoles no fueron más crueles que sus enemigos, y con frecuencia lo fueron menos. Basta leer episodios como las matanzas de católicos a manos de los calvinistas suizos o en la Inglaterra de Isabel I, que fueron, estas últimas, las más salvajes de todo el siglo XVI. Frente a eso, los tercios fueron una tropa disciplinada hasta cuando se amotinaba. Y lo que hoy debe quedarnos, casi medio milenio después, es quizás aquello otro: esa ética del honor y del deber, del sacrificio y de la fidelidad, del compromiso, que fue realmente la base de la fuerza de los tercios. De nuestros tercios.

Texto de Javier Esparza

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