Por Gabriel Fernández Borsot, Universitat Internacional de Catalunya
La sociedad del siglo XXI no se puede entender sin el mundo digital. Casi todas nuestras actividades dependen de la tecnología, y cuando proyectamos el futuro a menudo lo hacemos en clave tecnológica.
Pero, aunque la tecnología nos aporta muchos beneficios que podemos apreciar, también plantea importantes retos y dilemas éticos: desigualdad, insostenibilidad, pérdida de la privacidad, vigilancia masiva, adicciones, etc.
Estos riesgos se relacionan especialmente con las tecnologías emergentes que apuntan a una revolución en los próximos años: la inteligencia artificial, la robótica, la realidad aumentada-virtual-mixta, la internet de las cosas, etc. En esta situación, necesitamos referentes que nos permitan construir entre todos una sociedad más armónica y equilibrar los excesos que acarrea el mundo digital.
Una nueva ética ciudadana
Aunque algunos de los problemas éticos tendrán que ser abordados por los expertos en tecnología, los juristas y los políticos, necesitamos además una renovada ética ciudadana. Todos usamos estas herramientas digitales a diario directa o indirectamente y los nuevos escenarios que plantean requieren una nueva consciencia y unos nuevos referentes. Por supuesto, los principios generales de la ética siguen siendo vigentes, pero las nuevas circunstancias nos piden una adaptación, un cambio en los énfasis.
A menudo vemos la ética como la lista de cosas que no debemos hacer, pero en realidad trata sobre los principios que nos orientan hacia lo que queremos promover. A continuación se exponen 3 ideas clave que pueden iluminar nuestro camino en los retos que tenemos entre manos.
1. Atención a los excesos
La tecnología nos hace tender al exceso: exceso de información, exceso de actividad, exceso de velocidad… Debemos comprender que esto es algo que la tecnología implica en sí misma, como resultado de los procesos físicos en los que se basa (por ejemplo las ondas electromagnéticas), que transcurren a unos ritmos muy distintos de los de nuestra biología o nuestra interioridad. Por definición, la tecnología está orientada al hacer y, por tanto, una sociedad hipertecnológica será fácilmente una sociedad hiperactiva.
No es extraño que algunos estudios muestren que un uso intensivo de dispositivos electrónicos conlleva una disminución de la capacidad de atención focalizada, o que quizás esto sea un factor explicativo del dramático aumento en el diagnóstico de TDAH en los Estados Unidos.
Tampoco es extraño que otros estudios muestren una escalada sin precedentes del estrés laboral, ni que las plataformas de redes sociales traten de incitarnos a usarlas de forma excesiva mediante tecnologías que combinan la inteligencia artificial, los conocimientos de neurociencia y las técnicas de psicología conductual. La sabia sentencia del Oráculo de Delfos, “nada en exceso”, se revela de rabiosa actualidad.
En este escenario, quedan en la sombra la capacidad de contemplación, de descanso y relajación, el pensar pausadamente y ponderar las cosas, tanto en soledad como en diálogo con otros. Tendremos que cultivar estos aspectos humanos intencionadamente, porque la tecnología no los promoverá, sino más bien lo contrario. A este respecto, las técnicas de atención plena, de meditación y de relajación son un gran recurso, no solo para adultos sino también para niños y adolescentes.
2. Busquemos acuerdos sociales
La tecnología es un fenómeno colectivo, es decir, es algo que hacemos como grupo, no como individuos aislados. Por tanto, de poco sirve tratar de hacer grandes esfuerzos individuales si el grupo social al que uno pertenece no cambia.
En este sentido, es esencial generar debate público sobre el uso adecuado de la tecnología con el propósito de promover acuerdos sociales. Y a un nivel más particular, debemos involucrar a familiares, amigos, colegas, asociaciones escolares de madres y padres, etc. para crear una cultura del respeto que incluya lo tecnológico y nos permita superar la cultura de la polarización y la inmediatez.
3. Cuidado con las formas de poder invisible
La tecnología crea nuevas formas de poder no institucionalizado y sistémico. Esto significa que muchos de nosotros, sin darnos cuenta y sin quererlo, acabamos siendo cooperadores necesarios de actos terribles, como la explotación infantil o la deforestación masiva.
Nuestras acciones tienen muchos efectos en lugares muy distantes y sobre personas con las que no tenemos ningún trato. Esto hace que la ética ciudadana deba incluir necesariamente una ética como consumidores y como usuarios. Hoy en día existen muchas opciones para un consumo consciente y responsable y más que nunca esto tiene fuertes implicaciones.
Además, con nuestras decisiones como usuarios apoyamos sin darnos cuenta formas de poder que se vuelven en nuestra contra. Un ejemplo es el llamado capitalismo de vigilancia, el mercadeo masivo de datos que nos deja en una situación de desprotección frente a los poderes económicos.
El sentido común indica que el nivel de vigilancia debería ser proporcional al nivel de poder: cuanto más poder tiene alguien, peores males puede causar. Pero en la práctica suele darse lo contrario, porque al poder no le gusta ser vigilado (véase por ejemplo el sistema chino de crédito social).
La distribución del poder y la vigilancia tecnológica del mismo debería ser una prioridad, y las herramientas digitales puede ser nuestras aliadas en este difícil reto. Pero para ello la ciudadanía debe presionar a la clase política. En la Unión Europea hemos sido pioneros con las regulaciones sobre privacidad, ahora también tendremos que serlo respecto a las formas de poder tecnológico y asegurarnos de que contribuyan adecuadamente a garantizar los servicios sociales y prevenir su injerencia en la política.
Si bien se podrían dar muchas más ideas, estas 3 claves (prevención de excesos, promoción de acuerdos sociales, vigilancia al poder) apuntan a un ethos adaptado a la sociedad tecnológica del siglo XXI y sus retos. Depende no solo de cada uno, sino de todos nosotros.
Gabriel Fernández Borsot, Director del Observatorio de la Inteligencia Artificial y las Nuevas Tecnologías, Universitat Internacional de Catalunya
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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