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Opinión

La cuestión dinástica

Es notorio y evidente que don Sixto Enrique defiende el Orden Político Cristiano y don Carlos Javier la Modernidad.

Las opiniones expresadas son responsabilidad de autor.

Por Antonio de Villoslada

Los sucesos, si es que se les puede llamar así, que tuvieron lugar el día 29 de noviembre durante la presentación del libro de Alfredo Comesaña: Tinta, Tierra y Tradición. Ramón María del Valle-Inclán y el Carlismo, en el Ateneo de Madrid, han vuelto a suscitar y no sin acritud «la cuestión dinástica» y aunque durante mucho tiempo, por el aprecio que me merecen los amigos que tengo en ambos lados de la cuestión, incluso dentro de la tercera alternativa, es decir, la que defiende que hoy no hay príncipe con derecho suficiente, me he resistido a inmiscuirme en discusiones sobre quién es o no es en la actualidad el príncipe de mejor derecho para reclamar el trono de España, pero el nivel de la discusión de estos días me obliga a hacer algunas precisiones al respecto. Si el reducir el Carlismo a un partido o ideología solo puede ser propio de ignorantes o malintencionados, limitarlo a «la cuestión dinástica» solo puede serlo de quienes, aferrados por romanticismo o interés a simples lealtades personales, han olvidado qué es el Carlismo. En el Carlismo hay una cuestión dinástica pero no es una cuestión dinástica

La irrupción violenta, aunque no siempre armada, de la Modernidad en la vida de los pueblos, levantó a los defensores del Orden Político Cristiano, no del llamado Antiguo Régimen, al menos tal y como lo definieron los historiadores del XIX, que no dudaron en oponerse incluso con las armas a la deriva existencial que representaba la Revolución. El equilibrio conforme a Derecho Natural que hasta entonces constituía el hecho de que, el Rey tuviese la «potestas», el derecho a dictar las Leyes y la Iglesia la «autoritas» moral, para poner los límites a ese derecho, basándose en la Ley de Dios, iba a ser violentamente abrogado. El Estado, tal y como se concibió por la Modernidad, despojaba a la Iglesia de su «autoritas» moral, desplazando la Religión a la esfera de lo privado y la asumía como representante de la supuesta suma de las voluntades individuales de los ciudadanos que lo integran, sumándola así a la «potestas» que le concedía el Derecho nuevo, de forma que siendo el Estado dictador de leyes y poseedor de la nueva moral, ya solo política, es decir, sin límites extrínsecos, se convertía en un poder absoluto capaz de las mayores aberraciones como la Historia ha demostrado. Bien pues a la cabeza de los defensores de la Cristiandad atacada y que ya tomaron las armas en 1808 y en 1821, se ponía en 1833 un príncipe al que además se había despojado ilegalmente de sus derechos, don Carlos María Isidro y por eso desde entonces a aquellos defensores del Orden Político Cristiano se le llamó carlistas.

Hace bien la revista Tradición Viva en recordar, con Alfonso Carlos I, cuales son los principios que deben regir a cualquier príncipe que aspire a gobernar a esos defensores del Orden Político Cristiano y que con su victoria debe devolver a España su verdadera identidad como Monarquía Católica. Pero por eso mismo debemos advertir, con todo nuestro cariño, a su director, que, a pesar de sus nobles deseos de ecuanimidad, la imparcialidad en este caso no es posible. Puesto que, a pesar de que su legitimidad de origen es la misma, los principios que defienden no. Es notorio y evidente que don Sixto Enrique defiende el Orden Político Cristiano y don Carlos Javier la Modernidad. Por lo tanto, olvidándonos de la lamentable gestión que de sus derechos ha hecho su Secretaría Política e incluso de sus fallos personales, es evidente que don Sixto Enrique es un príncipe de mejor derecho que don Carlos Javier carente de toda legitimidad de ejercicio.

Puede leer:  «El Laureado Tercio de Requetés de Nuestra Señora de Montserrat»

Es ciertamente lamentable que el gran carlista que, sin duda es, Luis Hernando de Larramendi haya visto ensombrecida la presentación del libro editado por la Fundación que preside y es cierto que podía invitar a la misma a quien estimase oportuno. Sin embargo, para mí, invitar a don Carlos Javier, quien como su padre simboliza la crisis más destructora que ha sufrido el Carlismo desde su origen, es un grave error. 

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