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Análisis

En contra de la “Neuroeducación”

Ya no somos personas en este capitalismo feroz, somos cerebros conectados a una gran cadena de servidumbre.

Imagen Pixabay

Vivimos en tiempos de animalización y mecanización del hombre. Se nos dice, ofendiendo una vez más a la dignidad humana, que el hombre no es más que bestia, un simple trozo de materia evolucionada, apéndice de carne que rodea a unos genitales. Quizá se nos enseña también que somos producto fisiológico de las pulsiones ciegas que mueven a la autoconservación y propagación de la especie y nada más. Más que enseñanza, recibimos adoctrinamiento alienante.

Junto con ello, la ciencia materialista y atea de hoy apela a un cerebro-centrismo estremecedor. Si acaso, además de músculos y huesos, amén de genitales o libido que se funde con la energía cósmica, se recalca en estos días de neurociencia triunfante que nosotros -ante todo- “somos cerebro”, un cerebro y un colgajo de carne que lo complementa. Se dice que “mi cerebro me pide…”, “mi cerebro me dice…”. La persona ya no piensa, simplemente “escucha” y “obedece” a su cerebro. Sin rubor,  la gente con mando en plaza se atreve hablar de una “neuroeducación”, anteponiendo el “neuro” a las más insospechadas raíces: “neuromarketing”, “neurofilosofía”, “neurocoaching”… Ya no somos personas en este capitalismo feroz, somos cerebros conectados a una gran cadena de servidumbre. Pero hay que defender que el pasto es verde, como defender que el cerebro sólo es un órgano de la persona.

Para combatir a tan grosero y avasallador materialismo, se hace preciso volver a estudiar la filosofía clásica, que es la filosofía de los maestros griegos y escolásticos. Ella aporta la “gramática” elemental e indispensable del filosofar, y solamente con su estudio rumiado y paciente, saboreando-valga la redundancia- el saber, puede el hombre racional y cristiano subsistir interiormente ante tanta propaganda y resistir al derrumbe de la civilización. Sin dominar esta gramática filosófica tomista la mente sólo produce rebuznos.

Sería mucho pedir a ciertos “neurofilósofos” y “neuroeducadores” que admitieran que una parte es una parte, y que un todo es un todo, y que lo predicable del todo no siempre lo puede ser de la parte. Sería preciso asumir que el individuo de la especie humana conforma un todo, un todo compuesto de cuerpo y alma. A su vez, habría que recordar lo obvio: que en la parte corporal hay subpartes materiales propiamente dichas, pero no así en el alma, que es inextensa, espiritual y no posee partes. 

Sería mucho pedir a tanto cientifista, artífice del proceso de animalización y mecanización del hombre, que admitiera con honestidad que el alma “es en cierto modo todas las cosas [Aristóteles: De Anima, 431b21] por ello el alma puede contener especies inteligibles [representaciones conceptuales] de ellas, pero no así el cuerpo. El cuerpo, y dentro de su sistema, el cerebro, no recibe especies inteligibles, simplemente coadyuba o coopera para que el alma (intelectual) las reciba. Las formas que puede recibir la materia cerebral están ligadas a la propia materia cerebral y ellas mismas no pueden ser especies inteligibles de las cosas, esto es, formas conocidas.

Santo Tomás nos recuerda que si el alma (nada de “cerebro”) fuera material, no podría conocerlo todo, no podría conocer cosas ajenas a su naturaleza. Un alma puede trabar conocimiento de la piedra, del automóvil, del perro, del geranio, de una estrella, de otra alma… puede recibir especies inteligibles de todas esas cosas, porque ellas mismas, las cosas, son inteligibles. Lo que no puede nuestra alma (intelectual) es aceptar dentro de sí las formas o especies de esas cosas mismas. Las formas que hacen que un ente sea tal ente, están inmersas en su materia y no se las podemos trasplantar a un sujeto cognoscente, a un alma que quiera o pueda entenderlas. Son otras formas, semejantes, pero no inmersas en la materia, las que han de depositarse en el entendimiento, por medio de una abstracción. 

Como dice Santo Tomás: 

“Es necesario afirmar que el principio de la operación intelectual, llamado alma humana, es incorpóreo y subsistente. Es evidente que el hombre por el entendimiento puede conocer las naturalezas de todos los cuerpos. Para conocer una clase de cosas es necesario que en la propia naturaleza no esté contenida ninguna de esas cosas que se va a conocer, pues todo aquello que estuviese contenido naturalmente impediría el conocimiento. Ejemplo: La lengua de un enfermo, biliosa y amarga, no percibe lo dulce, ya que todo le parece amargo. Así, pues, si el principio intelectual contuviera la naturaleza de algo corpóreo, no podría conocer todos los cuerpos. Todo cuerpo tiene una naturaleza determinada. Así, pues, es imposible que el principio intelectual sea cuerpo.

De manera similar, es imposible que entienda a través del órgano corporal, porque también la naturaleza de aquel órgano le impediría el conocimiento de todo lo corpóreo. Ejemplo: Si un determinado color está no sólo en la pupila, sino también en un vaso de cristal, todo el líquido que contenga se verá del mismo color.

Así, pues, el mismo principio intelectual, llamado mente o entendimiento, tiene una operación por sí, independiente del cuerpo. Y nada obra por sí si no es subsistente. Pues no obra más que el ser en acto; por lo mismo, algo obra tal como es. Así, no decimos que calienta el calor, sino lo caliente.

Hay que concluir, por tanto, que el alma humana, llamada entendimiento o mente, es algo incorpóreo y subsistente.” [S.Th. C. 75 a.2 Sol].

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En definitiva:

Puede leer:  Epílogo del libro “RENOVATIO EUROPAE“

i) La persona humana es un compuesto de alma y cuerpo. Quien conoce no es una parte (el cuerpo) ni menos aún una parte de una parte (el cerebro), sino la persona humana: Juan, Pedro, María, esta persona con su cuerpo y su alma.

ii) Para que la persona humana, el compuesto, pueda conocer debe haber en ella un principio intelectual, independiente del cuerpo. El hombre está hecho para que conozca, primeramente, lo material y sensible, las cosas naturales que le rodean. De hecho, a partir de ese conocimiento de lo sensible, por vía corporal, el hombre puede iniciar el proceso cognoscitivo. Pero solamente iniciar, pues conocer se dice propiamente no de esto, aquí y ahora, concreto y particularizado, sino de esto en cuanto que abstraído y universalizable. Un órgano material entrando en contacto con cosas materiales, entraría en relación física (química, biológica, etc.) con ellas, pero no en relación cognoscitiva. Esto es lo que le acontece al cerebro. El cerebro no puede “incorporar” las propiedades no sensibles y por ello ya intelectuales de las cosas materiales. El cerebro sólo puede ser el órgano de la operación de abstracción, que deja fuera de la mente estas cualidades corporales de los objetos. Para el Aquinate, como para Aristóteles, conocer implica desmaterialización del objeto. A esa desmaterialización la llamamos abstracción. El cerebro, a lo sumo, prepara las condiciones orgánicas para que las imágenes (representaciones sólo parcialmente desmaterializadas) queden dispuestas para la abstracción, la cual será obra de aquella parte más noble y espiritual de la persona humana.

iii) Las partes del compuesto humano no entienden, no piensan, no conocen. Es el todo compuesto quien a través de las partes -verbigracia, a través del cerebro- conoce:

“…también puede decirse que obrar por sí mismo corresponde al existir por sí mismo. Que existe por sí mismo puede decirse de algo cuando no está adherido como accidente, o como forma material, incluso si es parte. Pero, propiamente, que subsiste por sí mismo se dice de aquello que no está adherido según lo dicho, y que tampoco es parte. En este sentido, el ojo y la mano no pueden ser llamados subsistentes por sí mismos, y, consecuentemente, tampoco puede decirse que obran por sí mismos. De ahí que las operaciones de las partes sean atribuidas al todo a través de las partes. Pues decimos que el hombre ve por el ojo, que palpa por la mano, en un sentido distinto al que implica decir que lo caliente calienta por el calor, porque, propiamente hablando, de ninguna manera el calor calienta. Así, pues, puede decirse que el alma entiende, como se dice que el ojo ve. Pero tiene un mayor sentido y propiedad decir: El hombre entiende por el alma” [S.Th. C75a.2. ad 2].

No es lo mismo existir que subsistir. El accidente es una cualidad adherida a un sujeto, por ejemplo que el sujeto hombre sea blanco. Hay una realidad en la blancura de ese hombre, pero sin la adherencia al sujeto, tal blancura es mera abstracción. También hay una realidad en la parte de un todo: la mano del cuerpo del hombre. Nadie duda de su realidad, pero la mano “desgajada” del hombre o totalidad a la que naturalmente pertenece, es una mano muerta, amputada, no subsistente. El compuesto o totalidad individual humana es subsistente, en cambio, y no meramente real. Lo mismo le sucede al cerebro. Él es una parte existente (y necesaria) para la persona humana, pero no subsistente. El cerebro no es el principio del conocimiento, sólo un sirviente necesario.

Debemos poner freno a estas tendencias cosificadoras en la enseñanza. Hablar de “neuroeducación”, “neurofilosofía”, “neuroética”, es una aberración. La persona humana como ser subsistente, y no simplemente como “sistema” o agregado de módulos cibernéticos, es lo que está en juego. Defendamos a la persona en su integridad somatopsíquica, como ser espiritual corporeizado. Es mucho lo que se juega en esta noche que se cierne sobre Europa y sobre la Cristiandad toda, que tuvo en Europa su baluarte.

Por Carlos X. Blanco

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Carlos Javier Blanco, asturiano, Doctor en Filosofía. Autor de diversos libros como "La Caballería Espiritual", "La Luz del Norte", "Oswald Spengler y la Europa Fáustica", "De Covadonga a la Nación Española".

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