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El final de la cristiandad

Imagen con licencia Pixabay

Por Javier Urcelay

Con este título, pero entre interrogantes, el filósofo Miguel Ángel Quintana Paz, ha escrito en The Objective del pasado 23 de noviembre un artículo certero sobre la cuestión medular de nuestro tiempo, fuera de la cual lo demás son simples escarceos o distracciones.

Para contribuir a la difusión de su reflexión, me permito copiarlo aquí, resumiéndolo, parafraseándolo y añadiendo algo de mi cosecha, para no violar la propiedad intelectual del medio que lo ha publicado. Espero que su autor no se moleste ni sienta traicionado.

Todo deriva de la publicación por la filósofa francesa Chantal Delsol de un libro con un título elocuente: “El final de la Cristiandad: la inversión normativa y la nueva era”, editado en Francia en octubre de 2021, y que esperemos poder ver algún día traducido al español.

Cuando hablamos de final de la Cristiandad (una civilización), no nos referimos a que se haya acabado el cristianismo (una religión). De hecho, el cristianismo como fe goza en el mundo actual de cierto vigor, e incluso expansión, al menos en términos estadísticos.

¿Qué es entonces esa Cristiandad, diferente al mero cristianismo, de la que sí preocupa su posible final? El modo más rápido de explicarlo es decir que se trata de una civilización: aquella en que las ideas cristianas tienen la hegemonía, y por tanto marcan a rasgos generales la política, las costumbres, la moral, el arte, las tradiciones…

Esto es lo que está dejando aceleradamente de ocurrir a nuestro derredor. Nuestra civilización cristiana, nacida de la fusión de la herencia griega, romana y judía, se está convirtiendo en otra cosa.

Los fundamentos del judeocristianismo se han derrumbado. El primero es la fe en la existencia de la verdad, que nos llega de los griegos. En tiempos de relativismo, de posverdad, recurrir a la verdad en una argumentación resulta «antidemocrático». Y, lógicamente, si no hay verdad objetiva, tampoco existe un orden moral objetivo, que distingue el bien del mal, ni una ley natural que respetar.

También hemos perdido la idea de progreso, típica de la mentalidad judeocristiana (la inmensa mayoría de civilizaciones ven el tiempo como algo cíclico, repetitivo, no como algo que evoluciona hacia un mejor fin). El anuncio de catástrofes climáticas, pandémicas, la caída en picado de la natalidad, la sucesión de crisis económicas… todo ello corrobora esta afirmación.

Y el reconocimiento de la familia natural -hombre, mujer y su prole- como célula primera de la sociedad, y también, por extensión, de la Patria. Hoy se tipifican dieciséis “modelos de familia”, todas en pie de igualdad, y de ellas la única genuina, basamento de todo el orden social y eslabón insustituible de trasmisión de la tradición, se tilda de rancia, machista, aburrida e inservible, abogando por su arrinconamiento y desaparición.

Por último, se ha borrado la fe en la dignidad intrínseca del ser humano, para dar paso a una dignidad conferida desde fuera, social y no sustancial, como ocurría antes del cristianismo. Los seres humanos ya no tenemos un valor absoluto por nosotros mismos, sino el que nos dé el Estado. Basta ver las leyes sobre el aborto o la eutanasia. Tu vida vale tanto como unos políticos digan que vale en función de la utilidad social que se la confiere.

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¿Qué es lo que viene tras la Cristiandad, entonces? Porque cuando se destruye una civilización no es para dejar un vacío, sino para construir algo en su lugar. No es el islam.  Lo que llega más bien es una nueva forma de paganismo. Por ejemplo, poco a poco la Madre Naturaleza se está convirtiendo en una nueva diosa que exige nuestros sacrificios: reduzcamos nuestra población, hagamos pasar frío a la que quede, empobrezcámonos para dañar lo menos posible al medioambiente, comamos grillos y saltamontes o carne producida en biorreactores… Nuestro mundo presente se hace sagrado y nos exige que le paguemos un precio. El ser humano ya no es especial, sino uno más entre los animales, con los que va camino de compartir derechos.

Otro rasgo de nuestro nuevo entorno pagano, es su politeísmo. Todo está permitido, salvo pretender que tu mito o creencia sea una verdad válida para todos.

Bien es cierto que al final habrá que aplicar una política u otra: a veces el poder verá necesario imponer un relato por encima de los demás, y entonces se recurrirá a la fuerza. Se impone así la verdad de que nadie puede querer imponer su verdad.  En el mundo pagano antiguo, se imponía por la fuerza de las armas; en el paganismo actual, por la fuerza de los poderes globales que dominan las redes o los medios de comunicación y, en consecuencia, de los votos. En nuestro mundo de «múltiples perspectivas», el que manda impone la suya. Y no manda necesariamente quien se aparenta que manda.

¿Podemos dar ya por muerta la Cristiandad, y prepararnos para un tiempo en que el cristianismo sobreviva, sí, en sus iglesias y sus grupos de catequistas y sus retiros espirituales, pero haya dejado de marcar esa Europa a la que hizo durante los últimos 1.700 años? ¿Debe el cristianismo ser ya solo una cosa de a quién rezas? Y eso, ¿en vez de unas ideas que marquen la mentalidad, la política, la cultura, el arte de nuestros países?

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Lo primero que hay que decir es que esta hipótesis del final de la Cristiandad complacería sobremanera a muchos cristianos.

El fin de la Cristiandad complacerá sobremanera a lo que podríamos llamar «cristianos burgueses»: esos que se conforman con que les dejen rezar a Dios en sus capillas y llevar a sus hijos a coles católicos, para que no les enseñen demasiadas de las barbaridades que los gobiernos europeos están imponiendo. Para estos cristianos, dar la batalla cultural más allá de las verjas de sus chalés les parece demasiado belicoso y, por qué no decirlo, un tanto cansino. Se vive mucho más tranquilo en tu jardín, leyendo mensajes papales y hablando del amor universal. Al fin y al cabo, como ironizaba Mingote, al cielo seguiremos yendo los de siempre. Por eso es para ellos una buena noticia lo del fin de la Cristiandad: ya no deben ensuciarse con el barro de fuera de sus urbanizaciones y sus parroquias, ya no deben intentar cambiar las leyes de su país y, ¡ay!, arriesgarse a caer mal a sus amigos progres ni ser señalados como raritos; si la Cristiandad ha acabado, el cristianismo vuelve a ser una cosita privada que tan reconfortante resulta en las tardes de otoño junto a la chimenea.

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El fin de la Cristiandad complacerá sobremanera también a los «cristianos progres»: esos que creen que la Iglesia es, sobre todo, una ONG más, desde la cual abundar en los mismos proyectos que la nueva civilización que viene nos impone: ecologismo, feminismo, inmigracionismo, animalismo, elegetebeismo, wokismo… en suma, progresismo. Para estos cristianos, plantear lo cristiano como una civilización alternativa a la que se está imponiendo resulta absurdo. De hecho, es la vieja Cristiandad -la de Constantino y Recaredo, la de los Reyes Católicos y Felipe II- la que les da un poco de vergüenza.

Por último, el fin de la Cristiandad parece que complacerá sobremanera también a nuestros obispos. Nuestros obispos, esos que siguen manteniendo unas clases de Religión donde se enseña mucho a hacer murales por la paz, pero poca religión; esos que siguen promocionando unos colegios católicos en que se enseña mucho la importancia de la resiliencia, pero poca historia del cristianismo; y esos que siguen financiando unos medios de comunicación en que se nos cuenta mucho lo mal que va la economía con el PSOE, pero se aprovecha poco su inmenso alcance para comunicar el legado cristiano. ¿No parece nuestro episcopado convencido de que la Cristiandad se ha terminado y, por tanto, su misión no es algo tan elevado como sostener una civilización cristiana, sino cosas más prosaicas? Cosas como pagar su sueldo a los profes de Religión, sostener una red de centros educativos, y dar trabajo a periodistas que nos cuenten quién es el nuevo arcipreste de alguna diócesis remota, para pasar luego a retransmitirnos algún partido del Mundial de fútbol lleno de tacos.

Si tantos cristianos se alegran, pues, del fin de la Cristiandad; si, además, como es lógico, numerosos anticristianos se regocijan también de que una religión, tan nociva a su juicio, deje de marcar nuestra cultura; entonces, ¿resta alguien que pueda mantener las constantes vitales de esa mezcla entre Atenas, Roma y Jerusalén que dio lugar a lo que somos o, al menos, a lo que hasta ahora éramos?

Hay están los carlistas y tradicionalistas, los denostados franquistas, los neos, los populistas de extrema derecha, los Orban y los polacos, la Melloni y toda esa minoría de los descalificados “ultras” que no se resignan. Son la “Ultima Legión” de la novela de Valerio Massimo, llevada al cine por Doug Lefler, defendiendo una Roma que quizás ya no existe. O que, si aún palpita, necesitará un vendaval que remueva los metros de hojarasca que la cubre sin dejarla respirar: “Hay pecados que sólo con la sangre se redimen”, oía repetir en mi juventud al bueno del P. Sánchez de León S.J.

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Lo cierto es que, así como hay traidores, también hay aliados inesperados en esta batalla. Pues no solo muchos cristianos, sino también abundantes no creyentes, están dispuestos a mantener esta creación maravillosa que ha sido la Cristiandad, porque quieren conservar el aprecio griego por la verdad, el respeto romano por la sensatez jurídica, la convicción judía del valor inmenso de cada individuo. Y saben que eso debe plasmarse en leyes, instituciones, fuerzas públicas. No en meros sueños opiáceos.

Luego irán a misa o no; escucharán los discursos del papa o no; pondrán o no la X en la casilla de la Iglesia católica. Pero sabrán que la partida que hoy se juega es algo más elevado que todo eso.

Cuenta el libro de Josué que, para vencer a la ciudad de Jericó, los israelitas se vieron con la ayuda inesperada de la prostituta Rahab; una mujer tan importante para la preservación de su pueblo, que incluso será luego tatarabuela del rey David… o de Jesús de Nazaret.

Y es que no siempre son los más puros los que conservan una civilización. De hecho, el afán de pureza a menudo te recluye tras las vallas de tu jardín burgués, entre las oenegés de los bondadosos o dentro de los palacios episcopales…o incluso dentro de tu corralito de inmaculada ortodoxia

No son la pasiva indiferencia, ni la piadosa resignación, ni la salvaguarda personal, sino la valentía y los deseos de presentar batalla, lo que salvan una Civilización.

Referencia:

“¿Estamos ante el fin de la Cristiandad?”

Miguel Ángel Quintana Paz,  Director académico y profesor en el Instituto Superior de Sociología, Economía y Política (ISSEP) de Madrid.

@quintanapaz

Artículo publicado en The Objective el 23 de noviembre de 2022

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