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Los prostíbulos de Nuremberg

Si la venta del cuerpo como mercancía se llama prostitución, también se podría llamar así al acto de vender el alma —la dignidad, el honor, la honestidad, la ética— a cambio de un plato de lentejas, con lo cual todos los “esaús” son reos de compraventa ilícita, carne de burdeles, al haberse prostituido alevosamente.

Laureano Benítez

¿Cuál es la ciudad con más burdeles del mundo? Generalmente, se acepta que este dudoso honor corresponde a una ciudad tailandesa de nombre Pattaya, pero también dicen que hay Himalayas de mancebías en Medellín, Colonia… Sin embargo, si nos referimos a otro tipo de prostíbulos, el Óscar debería ser para Nuremberg, destino final de todos los “esaús” que pululan por las moquetas y los despachos del Nuevo Orden Mundial. Es verdad que estos burdeles son todavía virtuales, una especie de “metaprostíbulos”, porque todavía no se han instalado en Nuremberg, pero qué duda cabe que esta ciudad será el lugar más indicado para edificar la transposición humana del Tribunal de Dios, el más implacable y justiciero, al que ningún prostituido ni proxeneta podrá escapar.

¿Quiénes son esos “esaús”? El episodio bíblico que narra cómo Esaú vendió su primogenitura a su hermano Jacob a cambio de un plato de lentejas (Gén. 25:34) ha sido el fundamento para la creación de lo que suele llamarse «síndrome de Esaú», que desde su vertiente psicológica viene a nombrar una enfermedad mental que consiste en ejecutar una acción sin pensar en las consecuencias nefastas que ese acto acarreará inevitablemente, porque toda causa tiene su efecto, por lo cual, antes de emprender una acción, deberíamos tener plena conciencia de los resultados que vamos a provocar con esa conducta.

Esta manera de actuar tiene como causa que el sujeto que se lanza a hacer algo de manera inconsciente solo piensa en satisfacer su necesidad inmediata de forma compulsiva, cediendo ante el impulso o el instinto del momento, sin pararse a reflexionar sobre las consecuencias que su acto traerá aparejadas, sobre la factura que su acción le pasará, más tarde o más temprano.

¿Qué circunstancias son las que llevan a tanta gente a satisfacer ansiosamente sus pulsiones, sin detenerse a calibrar las consecuencias de sus actos, sobre sí mismo y sobre los demás?: pues aquellas que expresan los más ancestrales arquetipos de la humanidad: el ansia de poder, de gloria, de fama, de riquezas, de sexo… Si me apuran, podría resumirlas en dos: el estómago, y la entrepierna.

Lo más trágico de este síndrome es que la factura que se nos pasará inexorablemente está en proporción directa de lo que hayamos vendido para satisfacer nuestras pasiones inmediatas, ya que no es lo mismo vender la primogenitura, que vender el alma, entendiendo bajo este término esa dimensión de nuestro ser donde radica nuestra dignidad como seres humanos, nuestra esencia, pues allí tienen su asiento nuestras más preclaras cualidades: la libertad, la propia autoestima, el honor, la responsabilidad, la fidelidad a nosotros mismos, la verdad, la honestidad… Vender todo esto por un plato de lentejas, por el terciopelo del poder, por el burbujeo del sexo, por las palmaditas en la espalda, por halagos lisonjeros, por un trabajillo con despacho, por salir en una foto, por los oropeles de la vanagloria, etc., es una locura manifiesta, y más cuando, por conseguir estas baratijas, nuestras conductas prostituidas dañan a terceras personas, a colectividades enteras, a todo un pueblo.

Muy parecido es el «síndrome de Fausto», el doctor que vendió su alma al Diablo a cambio de conocimiento y poder: otro «Esaú», como vemos, aunque más literario.

Si la venta del cuerpo como mercancía se llama prostitución, también se podría llamar así al acto de vender el alma —la dignidad, el honor, la honestidad, la ética— a cambio de un plato de lentejas, con lo cual todos los “esaús” son reos de compraventa ilícita, carne de burdeles, al haberse prostituido alevosamente. 

No me estoy refiriendo a los gerifaltes ensortijados que montan dragones engualdrapados igual que las brujas cabalgan sus escobas, ni a los plutócratas con sombreros de cucurucho que conspiran contra la humanidad en sus siniestros conventículos carbonarios, en sus hemiciclos mundialistas; ni siquiera estoy enviando a Nuremberg a los politicastros que han vendido su alma a Mefistófeles, a Asmodeo, a Bafomet, y que machacan, arruinan, enferman, matan y esclavizan a la ciudadanía a la que debían servir con tal de sentir los oropeles del poder la riqueza.

Es cierto que esa gentuza también están enfermos por el “síndrome de Esaú”, pero los más típicos representantes de esta estirpe de raigambre cainita son los funcionarios del horror, los ejecutores de los siniestros planes de las élites globalistas, los correveidiles de sus superiores bafométicos, lameculos que, con tal de chupar las golosinas de un trabajo, venden su alma a cambio de un plato de lentejas y un ropaje con lentejuelas, con el que salir chulos en las fotos. 

Sí, «esaús» que habéis vendido vuestra dignidad, vuestro honor y vuestra alma a los poderes infernales del Tártaro, con el fin de degustar vuestras lentejas, mantener vuestra poltrona, extasiarse con las alharacas de poder, ramonear prebendas en los enmoquetados salones de la élite luciferina; con la intención de que no se os señale, de que no se os eche de la foto, de que no sintáis espadas de Damocles con vuestro nombre, de que los drones de la dictadura no os busquen, de que podáis engolfaros en vuestros despachos…

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Lameculos, tiralevitas, lacayunos, sacamantecas, mercenarios, sicarios, esbirros, sayones, matones, verdugos, alguaciles, ministriles de la satrapía del NOM; de las élites plutosatánicas creadoras de plandemias, de guerras, de ruinas económicas, de climodemias, de dictaduras infernales; traidores que habéis prestado servil obediencia a los gerifaltes del Averno, que colaboráis en esta checa gigantesca donde se nos somete a una tortura brutal con el fin de que aceptemos sin rechistar mortiferas vacunas, huellas de carbono, ciudades-prisión, inteligencias artificiales, radiaciones letales, liberticidios sin cuento… 

Guiados por el «síndrome de Esaú» habéis prostituido vuestra dignidad y vuestra conciencia igual que una prostituta vende su cuerpo, y os habéis escudado en esas tres perversas palabras bajo las cuales se han engendrado todas las dictaduras: «Solo cumplíamos órdenes». ¿Qué pensáis que ocurrirá si en un mañana futurible os veis en un banquillo estilo Nuremberg? Alegaréis ―por supuesto― que «yo no tenía nada que ver, no era mi competencia, no firmé eso, y si lo firmé, entonces lo hice de forma automática»…

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Decidme: ¿Estáis contentos? ¿Os produce satisfacción cumplir con una órdenes que atentan contra los derechos ciudadanos y contra la misma vida? ¿Dormís bien por las noches, sabiendo ―como sabéis― que os habéis convertido en lobos para el pueblo al que jurasteis proteger, sanar, informar, y dirigir? ¿Acaso no os habéis dado cuenta todavía de que estáis vendiendo vuestra alma, traicionando vuestra conciencia, causando daño a vuestros semejantes con vuestro silencio, con vuestra cobardía, con vuestra obediencia, con vuestras mentiras?

Sí, claro, ante el dedo que os acusa de atentar contra los derechos humanos, todos decís lo mismo ―policías, médicos, periodistas, políticos, jueces, científicos…―: «Solo obedecíamos órdenes». Y esas órdenes os decían que reprimierais a la gente, que mintierais creando colosales Himalaya de mentiras, que aplicarais a la población medidas sanitarias perjudiciales que quebrantan salud, que arruinaseis países enteros a base de confinamientos y medidas despóticas, que establecierais una dictadura salvaje donde los ciudadanos solo somos borregos para el matarife, que cerréis las ciudades para confinarnos en las nuevas checas,  que comamos bichos, que paguemos por el carbono que emitimos, que nos fumigan incesantemente… 

Sí, os ordenaron esas cosas, y vosotros, todos a una, habéis obedecido sin rechistar, habéis aplaudido, os habéis engolfado con vuestros atentados a los derechos humanos, porque, total, aplastar a la gente es un signo de poder, y me da mis cinco minutos de gloria, y mi trabajillo, porque, claro «tengo una familia que mantener».

Sabéis de sobra la verdad; sois conscientes del mal que estáis haciendo a vuestros semejantes y a vosotros mismos, porque la guadaña que alzáis en alto también caerá sobre vuestros cuellos, porque también probaréis el horror de las guillotinas, del terror tecnológico, de las hambrunas… porque el meteorito del NOM también os aplastará a vosotros y a vuestras familias.

Pero, ojo, en el Estatuto de Nuremberg se afirmó taxativamente que «El hecho de que una persona haya actuado por orden de su gobierno o de sus superiores no le quita su responsabilidad bajo el derecho internacional, debido a que todavía tenía una opción moral». Y esta jurisprudencia sigue estando vigente.

A partir de ese importante precedente, en el Derecho internacional no se reconoce a la obediencia debida como eximente de responsabilidad penal, y en muchos casos las leyes penales han establecido que la obediencia debida no exime de responsabilidad penal cuando el autor material sabía que estaba cometiendo un delito o su ilicitud era manifiesta, como sucede en materia de violaciones de derechos humanos, violaciones que se están perpetrando de manera escandalosa con el avance de la agenda globalista. La obediencia debida, como eximente de responsabilidad penal, no debe ser confundida con la causal de justificación llamada «cumplimiento del deber», donde el mandato no proviene de una autoridad superior, sino de la ley misma.

El Tribunal Supremo español afirmó en una sentencia que en un sistema democrático no resulta aceptable el postulado de la obediencia debida cuando es la Ley, precisamente, la fuente de toda autoridad y, por ende, nadie puede situarse en un plano superior a la misma. Existe por tanto, y sin perjuicio de una obediencia jerárquica, ante todo una obediencia legal, habiendo obligación de obedecer al superior en relación con toda orden que se encuentre de acuerdo con el ordenamiento jurídico y, correlativamente hay obligación de desobedecer toda orden contraria al ordenamiento jurídico.

Y, por encima del ordenamiento jurídico, está el derecho natural, y los códigos deontológicos de esas profesiones que más están colaborando en la implantación de esta dictadura distópica en la que sobrevivimos.

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Y, hablando de distopía, acabamos con una cita del distopicador George Orwell, dirigida a los periodistas, pero que se puede aplicar también a todos los colectivos que vendieron su alma a quien yo me sé, como siniestros Faustos: «Ante todo, un aviso a los periodistas ingleses de izquierda y a los intelectuales en general: recuerden que la deshonestidad y la cobardía siempre se pagan. No vayan a creerse que por años y años pueden estar haciendo de serviles propagandistas del régimen soviético o de otro cualquiera y después pueden volver repentinamente a la honestidad intelectual. Eso es prostitución y nada más que prostitución».

Canal de Telegram del autor: https://t.me/laureanobeni

Canal de Youtube: https://www.youtube.com/@grandecaballero

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