La Esfera acaba de publicar Holocausto católico, el libro escrito por el historiador y periodista Santiago Mata y que saca a la luz las biografías de las más de 1.500 personas que han sido proclamadas por la Iglesia «mártires del siglo xx en España».
El hombre que parece interpelar al lector desde la portada de este libro es Martín Martínez Pascual, un sacerdote de veinticinco años. El 18 de agosto de 1936, instantes después de que Hans Gutmann Guster le hiciera esta fotografía, fue fusilado en su pueblo, Valdealgorfa (Teruel).
Santiago mata ha tratado de que sean esas mismas personas las que «cuenten» quiénes eran y por qué murieron. De esta forma, quizá pueda comprenderse mejor un fenómeno cuya importancia resaltaba al regresar de España el escritor Ksawery Pruszyński, futuro embajador de la Polonia comunista en Holanda, al afirmar en un libro publicado en 1937: «Las principales víctimas de la Revolución francesa fueron los aristócratas y cortesanos; las de la Revolución rusa, los terratenientes y las de la revolución española, los curas».
Santiago Mata, es doctor en Historia y licenciado en Periodismo. Ha trabajado en universidades y medios de comunicación en España, Eslovaquia y Austria. En 2007 destapó el robo de patrimonio subacuático español cometido por los cazatesoros de Odyssey. En 2011, La Esfera publicó su obra El tren de la muerte, la primera investigación exhaustiva sobre el mayor fusilamiento público de la Guerra Civil Española.
El libro
El conocimiento de lo sucedido a los mártires, en concreto ahora y en España a los de la Guerra Civil, es, según Santiago Mata, el mejor remedio contra el resentimiento del que, desgraciadamente, está llena nuestra sociedad: «Parece que recordar crímenes de una guerra, y encima crímenes cometidos todos en un solo bando, no es lo mejor para lograr la paz y la reconciliación. Pero lo que recuerdan los mártires -opina el autor- no son los crímenes de uno u otro bando, para los que todo intento de hacer justicia parece no hacer sino ahondar en la espiral del odio. La historia de estas personas revela que lo verdaderamente genuino del cristianismo es el perdón. Y sólo el perdón elimina definitivamente el rencor, porque arrastra consigo, perdonándola, la culpa del que mata. Suprime, en cierta medida, la injusticia, desde luego en una medida que supera aquello a lo que la humana justicia puede aspirar». Por eso, concluye Mata, «los mártires son la mejor medicina contra el rencor que subyace en nuestra sociedad -porque nuestro orden político lo heredamos de esa lucha fratricida, y porque las rencillas ideológicas, regionales, y hasta familiares evidencian que ni unos ni otros han perdonado- y puesto que los mártires ni participaron en la lucha ni apoyaron al bando ganador, no es óbice para proponerlos como ejemplo liberador del odio el hecho de que solo los matara uno de los bandos de la Guerra Civil».
El mártir que sonríe minutos antes de ser fusilado
Un ejemplo entre los 1.523 que presenta este libro es el del mártir retratado en la portada, que en opinión de Mata es «quizá la mejor fotografía de un primer plano de una persona momentos antes de ser fusilada, y aparentemente la única para el caso de un mártir». El hombre que parece interpelar al lector desde esa foto es Martín Martínez Pascual, un sacerdote de veinticinco años. El 18 de agosto de 1936, instantes después de que Hans Gutmann Guster le hiciera esta fotografía, fue fusilado en su pueblo, Valdealgorfa (Teruel).
Martín Martínez Pascual había nacido el 11 de noviembre de 1910. Animado por el sacerdote Mariano Portolés, que suscitó muchas vocaciones en Valdealgorfa, entró en el Seminario de Belchite y luego continuó en el Seminario mayor de Zaragoza donde hizo todos los estudios, salvo el último curso 1934-35, por haber ingresado ya en la Hermandad de Sacerdotes Operarios. Recibió la ordenación sacerdotal el 15 de junio de 1935 y fue destinado como formador al Colegio de San José de Murcia y como profesor del Seminario diocesano de San Fulgencio. Terminado el curso, hizo los ejercicios espirituales en Tortosa del 26 de junio al 5 de julio de 1936. Luego marchó de vacaciones a su pueblo y allí le sorprendió la guerra. El 26 de julio, avisado de que lo buscaban para matarlo, se escondió en casas de familias amigas. Más tarde huyó a una finca a tres kilómetros del pueblo.
El 17 de agosto por la noche -según Juan de Andrés Hernansanz-, llegaron muchos milicianos forasteros, y empezó a correrse la voz de que iban a matar a todos los curas. El sacerdote Fuster Antolín vio pasar el «camión de milicianos forasteros. En la plaza oí que preguntaron a los del pueblo, lo primero, si habían matado al cura, y después les dijeron que habían de derribar una cruz que había a la entrada del pueblo, y que si no la derribaban, los matarían a ellos». El 18, por la mañana, muy temprano, dieron un bando -era ya el tercero, y el ultimátum- para que todos los que tuvieran sacerdotes en su casa, los entregaran. Si no lo hacían, serían pasados por las armas. Martín Martínez huyó al campo, a la cueva que había en la finca del señor Venancio, según habían acordado éste y el padre de mosén Martín. Poco tiempo estuvo allí. Lo suficiente para respirar aire puro después de tantos días de encierro, para despejar un poco la cabeza y para orar mucho. A raíz del bando conminatorio se presentaron los sacerdotes, a quienes encarcelaron en el calabozo del Ayuntamiento. Un grupo de seglares, por el hecho de ser católicos destacados, estaban ya encarcelados en una ermita del pueblo.
Al no presentarse Martín Martínez, los milicianos «fueron a su casa y detuvieron a su padre, obligándole a que les descubriese el escondite de su hijo». El padre de mosén Martín estaba dispuesto a morir con tal que se salvara su hijo. Pero envió recado a su hijo para que se enterara de cómo iban sucediéndose los acontecimientos, y rogándole que se escapara para no ser detenido y fusilado. Dice el señor Venancio: «El padre del sacerdote vino a mi casa para encargarme que fuera a donde estaba su hijo y le comunicara esto; pero que le dijera que no volviera al pueblo». Otro testigo asegura que «le hubiera sido fácil huir», pero «dijo que su obligación era salvar a su padre y correr la suerte de los demás sacerdotes. Y se fue deprisa al pueblo», corriendo para presentarse al Comité: «Vino con alegría. Esto lo sé por una vecina, llamada Teresa Expósito, que le encontró cuando iba a entrar en el pueblo y, al querer disuadirle, el siervo de Dios le dijo que iba precisamente a presentarse, sabiendo que iban a matarle». Benigno Peris Seguer, uno del Comité, «le salió al paso, era muy amigo de su familia. Le dijo que le podía salvar, y que a sus familiares no les pasaría nada, que era sólo para amenazarles. Martínez rechazó este ofrecimiento y le dijo que de antemano perdonaba a todos; le dio unos abrazos para sus familiares y el encargo de que perdonasen a sus asesinos».
Los del Comité del pueblo querían, en general, salvar a Martín a toda costa. Quisieron valerse de una estratagema: convencer a los «forasteros», a los del Comité de Alcañiz, que Martín era un estudiante y todavía no era sacerdote. Cuando llegó al Comité, «le preguntaron: -¿Eres tú Martín Martínez, el estudiante? Y él dijo que era Martín Martínez; pero que era sacerdote como los demás que tenían allí». A mosén Martín le urgían dos cosas: salvar a su padre y poder dar la comunión por viático a sus hermanos sacerdotes antes del martirio: «estuvo minutos nada más en la cárcel», en la ermita de Nuestra Señora del Buen Suceso, donde tenían encarcelado los milicianos a un grupo de seglares, que también fueron fusilados. Lo suficiente para dar a Cristo y comulgar él mismo. Lo había guardado para el día de su sepultura. Tan poco tiempo estuvo que, al llegar al pueblo el señor que le llevó el recado de su padre, ya oyó los disparos que mataban a las víctimas.
Sacaron a los sacerdotes del calabozo del Ayuntamiento y los llevaron caminando hasta la Plaza del Convento, muy cerca de la casa de mosén Martín. Allí había un camión, esperándolos. Benigno Peris, el miliciano, estaba allí también esperando, y se acercó a mosén Martín para decirle que había cumplido su encargo de dar un abrazo a sus padres y darles el consejo de que perdonaran a sus asesinos. «Él me dio un millón de gracias y me dijo que rogaría por mí desde el cielo. Ese mismo camión recogió después a los seglares que mataron ese día». Muchos vieron el espectáculo de aquellos sacerdotes y seglares camino de la muerte. Los llevaron hacia el cementerio y allí, junto al camino, los mataron. Un miliciano que presenció la ejecución cuenta que a Martín Martínez, «cuando le dijeron, al ir a matarle, que se pusiera de espalda, contestó que quería morir de frente, y gritó en aquel momento: ¡Viva Cristo Rey!». Eran las seis de la tarde. Minutos antes, el fotógrafo alemán Hans Gutmann Guster, que más tarde adoptaría el nombre de Juan Guzmán al vivir en México, le hizo un par de fotos. Martín Martínez Pascual fue beatificado el 1 de octubre de 1995. EFE tiene las fotos erróneamente fechadas en Siétamo (Huesca).
Mártires que piden perdón
Aunque para ser mártir basta con aceptar la muerte (o notable acortamiento de la vida) motivada por odio a la fe, es corriente que los mártires, siguiendo el ejemplo de Cristo, perdonen, pero además que pidan perdón por sus propios pecados, incluso a sus asesinos. Es el caso de Martina Vázquez Gordo, religiosa de 71 años, segoviana de Cuéllar y superiora del hospital y escuelas de Segorbe (Castellón), ejecutada el 4 de octubre de 1936 en Algar de Palancia (Valencia), quien dijo a sus asesinos: «Si os he ofendido os pido perdón y si me matáis yo os perdono». Es uno de los 522 mártires que serán beatificados el próximo 13 de octubre en Tarragona.
Martina Vázquez Gordo, según relata el también vicenciano Pedro Gómez, se hizo hija de la Caridad de San Vicente de Paúl en 1896, con 31 años. Fue superiora del Colegio de la Milagrosa en Zamora en 1908, y en 1914 pasó como superiora al Hospital y Escuelas de Segorbe (Castellón), donde fundó un comedor, más La gota de leche para alimentar a los recién nacidos, la Junta Segorbina de Caridad, etc. Entre 1918 y 1923 está en Madrid, y de 1923 a 1926 está como enfermera en Melilla, dándose el caso de que el ministro de la Guerra, Juan de la Cierva, enviara un telegrama nombrándola capitán general para que así los militares (incluido Queipo de Llano) le obedecieran cediendo espacio en el Casino para los heridos. Uno de los jefes moros le regaló una tela de seda para hacer un mantel a la Virgen del Henar en Cuéllar. Pasó de nuevo una década en Segorbe, aunque desde 1933 relevada del cargo de superiora. El 25 de julio de 1936 hace que las hermanas consuman la Eucaristía, justo a tiempo ya que el 26 invaden el Hospital los milicianos y las expulsan, encerrándolas en una casa deshabitada. Sor Martina decía a las demás: «Tenemos que ser fuertes, el Señor no nos va a fallar. Recemos y pidamos fortaleza al Señor». Así estuvieron hasta el 3 de octubre, cuando un sacerdote que vivía escondido frente a ellas, con el que se comunicaron por señas, les impartió desde lejos la absolución.
A las 21 horas del día 4 fueron a buscarla, e insistieron en llevársela a pesar de que sus hermanas replicaron que estaba recostada por encontrarse indispuesta. Se puso el hábito, emocionada abrazó a cada hermana y les dijo: «Hasta el cielo». Algunas quisieron acompañarla, pero no se lo permitieron. La metieron en el camión de los paseos y se dirigieron por la carretera de Algar de Palancia (Valencia). Ella, viendo sus intenciones, les dijo: «Me vais a matar, no hace falta que me llevéis más lejos». La hicieron bajar del camión y ella, sin oponer resistencia alguna, les pidió que, por favor, esperaran un momento. La pidieron que se volviese de espalda. Pero ella se opuso diciendo: «Morir de espaldas es de cobardes. Yo la quiero recibir de frente como Cristo y perdonar como Él perdonó». Se puso de rodillas, oró con fervor, y sacó del bolsillo una pilita de agua bendita, se santiguó, besó el crucifijo y reconfortada les dijo: «Si os he ofendido en alguna cosa os pido perdón y si me matáis yo os perdono… ¡Cuando queráis podéis disparar!» Con los brazos abiertos, el crucifijo entre los dedos de la mano derecha, antes de recibir los disparos, confesó su fe así: «Creo en las Palabras de Jesucristo: Quien me confesare delante de los hombres, también yo le reconoceré delante de mi Padre». Y recibió el primer disparo de perdigones en la cara y cuello. Aún, pudo exclamar «Ay, Dios mío, ten misericordia de mí», y seguidamente cayó en la cuneta, empapada en su sangre. Los milicianos que le dispararon habían sido alimentados por ella en el Comedor de Caridad.