El 7 de agosto de 1914, la Gaceta de Madrid publicaba un real decreto por el que el gobierno del conservador Eduardo Dato se creía en el«deber de ordenar la más estricta neutralidad a los súbditos españoles con arreglo a las leyes vigentes y a los principios del Derecho Público Internacional».
Técnicamente la neutralidad oficial se mantuvo durante todo el conflicto armado, no obstante la Gran Guerra o Primera Guerra Mundial tuvo una gran influencia en la vida social y política de España.
La neutralidad era defendida por la mayoría política del país, no obstante algunos sectores políticos propugnaban una clara intervención de España en la guerra. El Conde de Romanones fue sin duda el mayor defensor de la intervención a favor del bando aliado (Inglaterra, Francia y después Italia y Estados Unidos); así el Diario Universal, publicó un artículo sin firma —aunque todo el mundo lo atribuyó a Romanones a pesar de que éste negó haberlo escrito— titulado Neutralidades que matan en el que defendía la participación de España en la guerra del lado de los aliados, en coherencia con la política exterior española alineada con Francia y Gran Bretaña desde 1900.
Sin embargo esta neutralidad oficial no significaba la neutralidad real de la sociedad española. Con el estallido de la guerra se crearon dos grupos de presión que coparon la mayoría de los periódicos españoles, que se dividieron en germanófilos o aliadófilos.
Las principales periódicos del país defendieron a uno de los bandos en liza, algunas por verdadera convicción y otros por las generosas subvenciones que ambos bandos destinaron con el fin de promover sus propios intereses en la sociedad española.
El libro que ahora presentamos no obstante defiende una tesis diferente, a saber: España no fue neutral durante la Gran Guerra. Efectivamente, si bien se puede decir que España fue un Estado no beligerante, sin embargo es difícil sostener que un Estado neutral permitiera que el territorio española se convirtiera en un auténtico entramado de espías que trabajaban para ambos bandos.
Sobre todo en las zonas costeras era frecuente la intervención de los propios españoles en las labores de espionaje a favor de algunos de los bandos contendientes. Periodistas, funcionarios, policías, marineros, empleados, industriales, pescadores y mujeres de mal vivir contribuyeron con su esfuerzo y dedicación a lograr y transmitir información militar de primer orden.
Dos circunstancias principales determinaron la intervención oficiosa (que no oficial) de España en la Guerra.
Por un lado la condición de neutralidad de España proporcionaba a los bandos beligerantes la posibilidad de negociar con las materias primas españolas tanto para proveer a sus industrias bélicas de materias primas esenciales, como para proporcionar a la población civil de ambos bandos artículos de primera necesidad como alimentos o productos textiles.
Precisamente la continua presión de ingleses y franceses ejercida sobre los diferentes gobiernos españoles se encaminaba a incitar el mantenimiento de la neutralidad oficial española, pues ambos países eran conscientes que para sus intereses era mejor una España neutral pero colaboradora en la exportación de materias primas, que una España implicada en una guerra para la que no estaba preparada.
Por otro lado los franceses eran conscientes que la intervención española en la guerra podría determinar en los futuros acuerdos de paz negociaciones con respecto a las posesiones españolas en el Protectorado Africano, negociaciones en las que Francia no estaba interesada.
La segunda de las circunstancias que determinó la intervención oficiosa de España hay que buscarla en la guerra submarina que los imperios centrales estaban llevando a cabo con gran éxito por su parte. El Mediterráneo y con ello las costas españolas se convirtieron en un escenario primordial de la guerra económica, dado que la potencia submarina alemana pretendía desequilibrar la economía de los aliados mediante el hundimiento no sólo de los barcos militares, sino de cualquier embarcación civil que transportara material bélico o no con origen o destino en los países aliados.
El bloque naval al que sometieron los alemanes a la totalidad de los buques mercantes hacía peligrar la pervivencia de los países aliados, e incluso hacía peligrar la pervivencia económica de los países neutrales. Así España tuvo que ver como los alemanes hundían sus propios barcos mercantes, ocasionando víctimas civiles, sin que los gobiernos de turno se atrevieran a alzar de forma firme la voz frente a un gobierno alemán que no dudaba en hundir barcos fletados bajo bandera española o que navegaban en las aguas territoriales de un Estado Neutral. ¿Cómo entender esta postura en una España que teóricamente era neutral?
España pasó por ello a convertirse en un frente más de la guerra, en un frente en el que en lugar de soldados había espías, confidentes y traficantes.
Los británicos, franceses e italianos tenían como doble objetivo conseguir de su red de espías la ubicación de los submarinos alemanes, y evitar que los puertos españoles se convirtieran en puertos de avituallamiento para las embarcaciones germanas.
Los alemanes por su lado trataban de controlar todos los resortes del poder para impedir la exportación de materias primas españolas, y operar con seguridad en un mar Mediterráneo que de otra forma hubiera sido controlado por los aliados.
Si bien es cierto la no beligerancia de España en la Gran Guerra, no es menos cierto que las consecuencias de la misma se hicieron notar en una España que todavía a principios de siglos estaba anclada social, económica y políticamente en el siglo XIX. La neutralidad española produjo un claro superávit de la balanza comercial y un notable incremento de los beneficios empresariales. Gracias a ello se canceló la deuda externa española y se acumuló oro en el Banco de España. Por primera vez en su historia moderna España no estaba en déficit comercial respecto al comercio con el exterior. La industria española dirigida por los infiltrados aliados o alemanes experimento un rápido crecimiento, y una notable racionalización, es este sentido podríamos decir que la industria civil española se militarizo para poder adaptarse a la demanda de los diferentes bandos.
En España se libró una guerra económica que en cierto sentido desequilibró la balanza de los bandos contendientes y que en ciertos momentos de la guerra pudo ser determinante del resultado de la misma.
La otra gran consecuencia para España de su teórica no intervención fue el inicio del fin del régimen de la instauración borbónica.
Los alemanes no dudaron en apoyar y fomentar cualquier movimiento revolucionario que impidiera a los gobiernos españoles soñar con una participación bélica que los alemanes no buscaban, así el territorio patrio resultó invadido por centenares de agentes dedicados al espionaje y al contraespionaje.
Mientras se incrementaban todos los conflictos internos, debida al malestar social, al alza de los precios y a la participación de las potencias extranjeras en todos los campos sociales, Alfonso XIII soñaba en convertirse en el gran mediador de la futura paz. En este sentido no faltaron incluso los contactos con los americanos para reivindicar la figura del rey español como el mejor mediador posible.
Mientras Madrid y Barcelona se convertían en las capitales mundiales del espionaje, la sociedad española y sus intelectuales mantenían sus posiciones encontradas entre los aliadófilos y los germanófilos. A pesar de las disposiciones legales que penalizaban las actitudes consideradas no neutrales, los intelectuales y los periodistas iniciaron una verdadera guerra de opinión difícil de deslindar.
Aunque aparentemente los germanófilos contaban con el apoyo de la derecha (el clero, el ejército, los carlistas y los aristócratas), y los aliadófilos con el apoyo de los sectores más liberales (republicanos y radicales), la verdad es que la división social llegaba incluso al seno de los propios partidos, organizaciones sociales y a la iglesia misma.
Clarividente es el caso del partido carlista, que con ocasión de la guerra sufrió en sus propias carnes la escisión del mellismo. Vázquez de Mella, una de las figuras más relevantes y conocidas del carlismo de principios de siglo, mantenía una clara postura germanófila, lo que le condujo a un enfrentamiento directo con el rey carlista don Jaime de Borbón, que era aliadófilo. Jaime de Borbón, que había estado confinado por los austriacos en su castillo cercano a Viena, publicó en 1918 un manifiesto dirigido a los tradicionalistas españoles desautorizando a los que hubiesen exteriorizado sus sentimientos germanófilos. Vázquez de Mella se sintió desautorizado por el pretendiente, lo que le llevó a alejarse del carlismo para fundar el Partido Católico Tradicionalista, llevando al fin una separación ideológica que si bien venía de antiguo y encontraba su explicación en un entramado de intereses más complejos, sin embargo se escenificó como consecuencias de las posturas enfrentadas entre los mellistas y el resto de los dirigentes del partido monárquico carlista en relación a la intervención en la guerra.
Todas estas circunstancias determinaron el desprestigio de una clase política decimonónica que no supo defender los intereses de España, y supuso el crecimiento de grupos sociales revolucionarios que encontraron en la Revolución Rusa un motivo de inspiración para la consecución de sus fines sociales.
Datos del libro
Autor: García Sanz, Fernando
Editorial: Galaxia Gutenber
ISBN: 978-84-15863-83-0
Páginas: 448
PVP: 23,50 €
El autor: García Sanz, Fernando
Fernando García Sanz, investigador científico del CSIC, ha abordado en sus investigaciones la historia de las relaciones internacionales, la historia de la política exterior de España, y la historia de Italia y de sus relaciones con España durante la época contemporánea. Entre otras muchas publicaciones, es autor de Historia de las relaciones entre España e Italia. Imágenes, comercio y política exterior (1890-1914) (1994) y editor de España e Italia en la Europa contemporánea: desde finales del siglo XIX a las dictaduras (2002) y Al servicio del Estado: Inteligencia y contrainteligencia en España (2005). En la actualidad es el coordinador institucional del CSIC en Roma y director de la Escuela Española de Historia y Arqueología.