Toni Subiela (Valencia News, 24/06/2015) pone el dedo en la llaga no sólo de La hipocresía del populismo, sino de la hipocresía generalizada de casi todas las opciones políticas del sistema, al proponer como moraleja de su artículo : “Trabajaremos para que el cambio sea real y siempre para mejorar”.
Porque nos hemos contaminado del rediseño del lenguaje que mueve el mercado de los votos. El cambio se nos ofrece como la solución a todos los problemas. Es una de las palabras-talismanes de moda. Parece que cambiar tiene en sí mismo un efecto higiénico, terapéutico, casi mágico. Hace años los médicos prescribían cambiar de aguas. Ciertos problemas sin solución experimentada se arreglaban con un cambio de aires. Las aguas quietas tienden a corromperse mientras que l’aigua corrent no mata a la gent. El prestigio del movimiento viene de muy lejos, de antes del viejo Heráclito. Cambiar por cambiar tiene connotaciones de estrenar zapatos o vestidos. De satisfacer curiosidades sanas e insanas.
Lejos, al parecer, están los tiempos de la vigencia del principio de contradicción. Y de la prueba del algodón de las doctrinas: “Cambias, luego no eres la verdad”. El evolucionismo dialéctico de Hegel y Marx ha empapado nuestras neuronas y ha teñido nuestro lenguaje.
La mercadotecnia le saca mucho partido para explotar nuestra faceta de consumidores. Pero el juego democrático eleva a la enésima potencia la sensación de necesidad del cambio. En todos los programas electorales se habla de él. Incluso los que pretenden continuar en una poltrona electiva se ofrecen como su propia alternativa. Hasta el propio Rajoy se está postulando como el cambio a sí mismo. Albert Rivera, paradigma de político de diseño, quiere ser el cambio sensato. Pedro Sánchez, no menos partidario del cambio moderado, se fotografía con la bandera constitucional de fondo. Y desde Podemos le advierten que ese símbolo hace referencia a lo permanente, y que es incompatible con el cambio con coletas.
He tenido que leer a Toni Subiela para caer en la cuenta de lo obvio: que lo importante es que si cambiamos que sea para mejorar. Pero mejor es – nos decían en el cole – comparativo de bueno. Y mejorar equivale a incrementar lo bueno. Sin bien previo, no hay mejoría, no hay cambio a mejor. Si la situación que me proponen va a elevar mi bienestar, es deseable. Pero que alteren mi bien actual para no potenciármelo es hacerme perder el tiempo, mi dinero o mi voto.
El sentido del bien se ha diluido en los discursos de los que compran nuestros votos con el humo de promesas gratuitas y evanescentes. Si no creen en el bien, menos van a creer en el bien común. Por eso todos nos quieren convencer de que su cambio es el mejor. Billetes para viajes a ninguna parte.
Pérez Reverte advierte de los riesgos de la democracia sin la formación idónea de los que tienen en su papeleta de voto la clave de las grandes decisiones: “Incluso con urnas, nunca hay democracia sin votantes cultos y lúcidos. Los pueblos analfabetos nunca serán libres, pues su ignorancia y su abulia política los convierten en borregos propicios a cualquier esquilador astuto, a cualquier lobo hambriento, a cualquier manipulador malvado. También en torpes animales peligrosos para sí mismos. En lamentables suicidas sociales”.
No hace falta emborracharse para ver lo que puede salir de una urna, con las neuronas envenenadas a cosa hecha.