Durante mi última estancia en México, cayó en mis manos una reseña periodística que Enrique Krauze hacía del reciente libro de Gabriel Zaid, que titula El poder corrompe (2019). Me interesó de inmediato, pero hasta hoy no he podido conseguir un ejemplar del mismo, y eso en formato digital. Lo tengo pendiente de lectura, el siguiente en el turno, pues la actualidad ha hecho se que salte la “cola”.

Según leí a Krauze, el libro no nos descubre nada, sino que nos ofrece pautas para el entendimiento del verdadero problema de la corrupción desde la experiencia mexicana que, por otro lado, es general en el mundo del Poder. La corrupción (o “mordida”) es definida por Zaid como la disposición privada del dinero público por parte de los servidores del Estado. Pero no solo es eso, sino mucho más: corromperse es desviarse, echarse a perder, dejar de ser lo que se es y se dice tanto de las cosas como de las personas, de la sociedad, del ambiente físico y del moral. Es corrupto el representante político que confunde su mandato electoral con sus intereses particulares o de grupo.

“El poder —dice Zaid— tiende a corromper el sentido de la realidad, por eso atrofia la razón”.

Desde la experiencia mexicana —vuelvo a decir— la corrupción del poder no se combate desde el poder, sino desde fuera del poder. La única solución encontrada hasta hoy —resume Krauze— es que la doble personalidad y los dobles intereses del representante político, así como su actuación, esté sujeta a la vigilancia, aplausos y castigos de sus representados.

Tendríamos que añadir desde aquí que la corrupción no solo alcanza a la disposición del erario público como si fuera propio, sino también a la disposición de las instituciones del Estado como instrumentos al servicio de intereses de personas o de partido.

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