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Larvatus prodeo

¿No serán los partidos políticos el verdadero cáncer de la democracia?

Imagen Pixabay

Por Luis Javier Pérez Langa

          Corren tiempos oscuros e inciertos, tiempos de increencia y paganismo. Es el tiempo de los escépticos que ni quieren ni pueden dejar de serlo, son rebeldes contra Dios, como decía san Pablo; es el tiempo del menesteroso demasiado alicaído para buscar sin miedo el único camino que conduce a la vida verdadera; es el tiempo del egoísta tan sumiso al sexo que desprecia, cuando no repudia, la conquista del amor; es el tiempo de quienes se han convencido de que son libres porque nadie —salvo las leyes que los hombres se dan— coarta su voluntad. Con los datos mondos y lirondos que publicó el Informe sociológico «La Generación Conectada», en la nueva Europa asciende hasta el cincuenta y cinco por ciento el número de los jóvenes que no profesan ninguna religión; no es que nieguen la existencia de Dios, más bien Dios carece de significación para ellos. Es una clara tendencia que propende a ser norma. Sencillamente, los jóvenes europeos no saben de Dios; viven como se les ha educado, como se les ha enseñado a vivir, y cuando tengan más años (ser adulto es otra cosa), solo sabrán vivir así. Esa aparente libertad en la que apacentan sus sentidos, ciertamente los tiraniza: el hedonismo, el afán de lucro, las nuevas tecnologías, el acoso de Internet, todo ello con sus consiguientes lacras que los marcan: el individualismo, el materialismo, la codicia, la soledad, el aislamiento, el desamparo, la mezquindad… Sea lo que fuere, lejanos siempre a cualquier vislumbre de fe. Este será su legado.

          En España, que ya no es tan diferente, los datos se ajustan precisos a la media europea. Con semejante panorama, es frustrante e infructífero tratar de sugerir ideas a quien no desea detenerse a pensar. No obstante, procurando la humildad, escribimos; en aras de la propia perfección así como del provecho de los demás. León XIII, en su encíclica Rerum novarum, nos insta a hacerlo, siguiendo las enseñanzas del Evangelio.

          Esta realidad que vivimos es el caldo de cultivo idóneo con el que siempre han soñado los autócratas que en el mundo han sido, y son, para someter a los pueblos a su arbitrio. El empobrecimiento intelectual, que fomenta y nutre Internet, conduce inexorablemente hacia la decadencia de las sociedades. Asimismo, este retroceso espiritual tan acusado es razón suficiente para explicar que hoy gobiernen en tantas naciones los políticos que gobiernan. Quizá empieza a ser terminante esa expresión que asegura que tenemos los políticos que merecemos. El ser humano del siglo XXI, ¿ha renunciado deliberadamente a pensar por sí mismo?, ¿se fatiga ante la sola idea de razonar?, ¿ha de ser inducido por alguien que piensa por él, en quien delega sin más?, ¿prefiere, entonces, dejarse llevar por emociones y sentimientos?, ¿es consciente, tal vez, de que las emociones y los sentimientos son muchísimo más fáciles de manipular que un razonamiento bien arraigado en una reflexión sincera que no teme la verdad? Quienes, al vivir, se abandonan a sus emociones rehusando discurrir y meditar por sí mismos, terminan siendo intervenidos por individuos sin escrúpulos capaces de distorsionar la verdad o la justicia, al servicio de sus intereses particulares. En español, a esto se le llama manipular. Y los manipulados —cada vez en mayor número—, sin saberlo, o incluso creyendo obrar de buena fe, se encargan de encumbrar a un puñado de mediocres a puestos de responsabilidad y de gobierno que en otras condiciones les serían del todo inaccesibles.

          A diferencia de esos políticos con ambiciones totalitarias; en esencia, dictadores que se sirven del sistema democrático —larvatus prodeo (avanzan ocultándose)— para romperlo desde dentro (tal como hizo Hitler), me refiero al presidente Sánchez, al vicepresidente Iglesias, y a la cohorte de arrastrados adulones que bullen en su derredor, gobernando por decreto ley, persuadidos de que todo cuanto hacen es correcto e inmejorable, solo porque lo hacen ellos; y que arrinconan, si no persiguen, a todo aquel que disiente y se atreve a pensar de otro modo, pues consideran que se halla en grave error, razón que los justifica no solo para negar relevancia a sus opiniones sino incluso para silenciarlas por vía ejecutiva, no sea que puedan cautivar a otros; a diferencia de este modo de obrar miserable, ruin, fullero (máxime por contar no solo con todos los resortes del poder del Estado, sino también con un cuarto poder, mayoritariamente entregado al engaño), lo que tratamos de hacer aquí es apelar a la responsabilidad individual de cada uno, tratamos de propugnar, con vehemencia, que las personas, todas y cada una de las que están en edad de hacerlo —jóvenes, adultos y ancianos—, deben adquirir la costumbre de no vivir de eslóganes y tomar, en conciencia, sus propias decisiones; deben asumir la molestia que supone pensar por sí mismas; deben informarse y deben contrastar la información que reciben; porque los mass media son la primera herramienta que aprovechan los déspotas para adoctrinar, confundir y pervertir a los pueblos, hasta convertirlos en rebaños de borregos sin iniciativa que pastorear a su capricho. Que nunca estaremos todos de acuerdo, lo sabemos. ¿Quién —salvo Sánchez o Iglesias—, puede decir, sin sonrojo, que está en posesión de la verdad? No obstante, las personas que razonan, aun cuando no lleguen a las mismas conclusiones, saben respetar al otro que también razona, saben convivir con éxito, y, a diferencia de aquellos que se limitan a desafiarse exhibiendo sus diferencias con machaconas consignas, las personas que razonan se enriquecen mutuamente y saben coexistir en paz.

          Que en los partidos políticos apenas si existe democracia interna es cosa sabida. Allá ellos. No se camina tras el líder porque fascine su carisma hasta el punto de seguirle con admiración y arrobo; se acompaña al líder, se escolta al líder, se secunda al líder, se respalda, se socorre y se obedece al líder por mero temor a perder el cargo. Siempre habrá alguien dispuesto a lamer más y mejor. Pero convendría no perder de vista que un pueblo, una sociedad no es ni podrá ser jamás —por más que los totalitarismos de derecha e izquierda lo hayan pretendido antes o lo pretendan ahora— un Partido, con pe mayúscula. Precisamente por eso el deber de un político con responsabilidades de gobierno, sea del signo que sea, ha de venir marcado por una aspiración que avale y fundamente su mandato: la búsqueda del bien común: «el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección» (Constitución Pastoral Gaudium et Spes, n.26). Cabe preguntarse si Iglesias estará «a muerte» con este argumento. Apuntemos, pues, otro: «cuando el uno o la minoría o la mayoría gobiernan atendiendo al interés común, esos regímenes serán necesariamente rectos; pero los que ejercen el mando atendiendo al interés particular del uno o de la minoría o de la masa son desviaciones» (Aristóteles, Política III).

          ¿Quién, sin faltar a la verdad, es capaz de admitir que el Gobierno de Sánchez, desde que inicio su andadura, antes y durante la pandemia, no ha hecho ni hace otra cosa que buscar el bien común de los españoles? «Es imposible —dice santo Tomás en la Summaque el bien común de la ciudad resplandezca si los ciudadanos, al menos los encargados de gobernar, no son virtuosos» (santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, 1-2 q.92 a.1 ad 3). Reconozcamos, más bien, y sin temor, que Sánchez y sus socios de Gobierno, son hombres sin convicciones democráticas; viven instalados en el odio revanchista que sus mayores, con más hondura moral, más generosidad, más madurez política y mayor sentido de Estado supieron derrotar en interés de la convivencia, en interés del bien común. Reconozcamos, también sin temor, que cuesta sobremanera ser comprensivo con un Gobierno que ha tratado de sacar partido —con subrepticia, mientras le ha sido posible—, de una desgracia como la que estamos viviendo en España y en el mundo a causa de la pandemia por coronavirus, con la innoble pretensión —además de poner a la vista su ineptitud para gestionarla, o su pericia para administrarla—, de maniobrar en favor de perversos intereses políticos antes que en desvivirse por la recuperación de la salud pública y económica de la nación. Un Gobierno que no ha tenido reparo ni apocamiento para hacer alarde (sin que se le afee) de una falta absoluta de sensibilidad en una situación que hasta concede numerosas oportunidades para hacer las cosas con cierta dignidad. No se ha visitado a los enfermos en los hospitales. No se ha acudido a una misa funeral en memoria de las víctimas. Entre sonrisas, se ha mentido un día sí y otro también a los españoles, a todos, a los que les votaron y a los que no. ¿Es que este país, ahora sí, merece un Gobierno que le mienta?, que diría Pérez Rubalcaba.

          Se ha escogido este momento, de sumo apropiado y decente, para procurar abrir desde alguna bancada del Parlamento, puesto que en la calle no existe, el debate sobre la Monarquía y la República. Ítem más: nueva carga de profundidad para tratar de reventar el sistema desde dentro. Mientras tanto, el pueblo mira hacia otro lado; mira, sin duda alguna, la televisión, y la mira con inquietud y alarma más que comprensibles, intentando averiguar qué número de contagiados y de fallecidos no puede ocultarnos el Gobierno; ansiando una buena noticia en el terreno de la economía, terreno este siempre tan hermético para las izquierdas, pues se reduce invariablemente (y no será por los buenos resultados que ha obtenido) a dos reiteradísimas sinrazones, a cual más infame: aumentar el gasto público, y subir los impuestos. ¿Hay forma más acorde y desleal para empobrecer a un país? Parece tan obvio, tan evidente, existen antecedentes tan irrefutables que podría pensarse que lo hacen a propósito. ¿Lo hacen a propósito?

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          Respecto al asunto de la Monarquía, nos sentimos obligados a echar nuestro cuarto a espadas. Nosotros creemos que un Rey debe reinar y gobernar; «el rey es el depositario de la soberanía política del Estado», «el poder que ostenta está limitado por arriba, por las leyes naturales y divinas que no puede traspasar, y por abajo, por la soberanía social que las Cortes representan». Precisamente por esto, nunca hemos encontrado demasiado encanto a un sistema que ve en la corona una forma abstrusa de adornarse. Más allá del papel que la corona jugó como argamasa para unir a los españoles en un momento delicado de nuestra historia como fue la muerte de Franco, la corona tal y como está entendida, a través de una Monarquía parlamentaria, no dista mucho de ser más que una República coronada. De ahí a una República a secas, solo hacen falta dos ególatras capaces de mangonear a su agrado las leyes, con el beneplácito taciturno de un pueblo que asiste, relegado y absorto, al añorado desquite que fecunda un rencor inacabable.

          Aún así, la cuestión sería más bien otra: ¿por qué lo llaman República cuando, en realidad, quieren decir dictadura comunista? ¿Por qué en España la República no puede asociarse con un Estado democrático, como en Francia, por ejemplo, y se equipara, de forma natural y conforme, con dictaduras de corte comunista? Es conocido o debería ser conocido el proyecto de Iglesias para España, al fin y al cabo, él no lo oculta: acabar con la Monarquía para implantar una «república plurinacional y solidaria» de inspiración marxista, importada desde Bolivia, su particular laboratorio político, y, como el mundo sabe, cuna de la democracia, hontanar en el que se refrescan y sacian las demás democracias occidentales que se precian de serlo. La cuestión no sería tan risible si no fuera porque, a día de hoy, y, aunque parezca mentira, desconocemos cuál será el papel del PSOE (con e final) en esta embestida de la izquierda radical (o ultraizquierda); el papel del PSOE, y el de los votantes del PSOE. ¿Qué sabemos, pues? Ni qué decir tiene, sabemos que este proyecto no asume como meta el bien común de los españoles; el único bien que persigue es el del propio Iglesias y su séquito. Sabemos que Sánchez es un enamorado del poder, su erótica lo tiene dominado, y esto le convierte en un político maleable, dócil, acomodaticio, inflexible tan solo en su empeño por conservar la poltrona, un político con tantos principios como partidos existan o puedan existir en el Parlamento, dispuestos a pactar con él, según lo requiera una coyuntura u otra. Mientras la madurez de nuestra clase (¿o se dice casta?) política, permanezca guiada por el bien común… Sánchez siempre tendrá con quien salir del atolladero. En cuanto a los votantes del PSOE, sabemos que son votantes fieles, obedientes y metódicos, sabemos que lo mismo son capaces de abandonar el marxismo, todos a una, con Felipe González al mando, convirtiéndose en un partido «de clases, de masas, democrático y federal», año 1979; como pueden oscilar de nuevo, todos a una, de la mano de Sánchez, hacia ese leninismo marxista al que el pueblo ruso y la humanidad entera deben tanto; sabemos que para desdicha de España y los españoles, a los votantes del PSOE les ofuscan sus colores, acostumbran a votar más «en contra de» que «a favor de».

          Y, no. Lo de la dictadura comunista, no es una exageración. Cuando imbuido de desdén democrático, Iglesias afirma eso de que la derecha «jamás volverá a gobernar en España» (frase, por cierto, que, en sentido inverso y en boca de Casado, Rajoy o Aznar supondría o hubiera supuesto el cese fulminante de su carrera política, aunque solo fuera por el acoso y derribo al que los hubiese sometido la prensa; ahora, pese a la gravedad de la bravata y para pasmo de ingenuos, no pasa absolutamente nada); Iglesias dice lo que dice no porque esté convencido de que la impecable gestión del Gobierno del que es vicepresidente —antes, durante y después de la pandemia—, va a merecer la confianza mayoritaria de los españoles, mañana y siempre, elección tras elección. Iglesias, simplemente, se deja llevar por ese fanatismo de perdonavidas intransigente, hace ostentación de su vena avasalladora, tiránica, dictatorial, y se jacta ante todos los españoles, sin fingimiento, de su intención absolutista de romper el sistema. Cuenta para ello con el PSOE de Sánchez, un PSOE sin barones ni baronas, sin disensiones, inerme, subyugado vilmente a la voz de su amo. El plan es bien simple, consiste en extirpar las leyes constitucionales que sea preciso extirpar con tal de vaciar de contenido la democracia; una vez allanado el camino, se redactarán nuevas leyes según las preferencias sectarias que compile su hoja de ruta, será preciso dotar de contenido a ese bien común que ansía para todos los españoles y que, invariablemente, le priva del sueño. Debe de estar entre las primeras una nueva Ley Electoral, transcrita a su medida e inspirada textualmente en el modelo venezolano, capaz de acabar para siempre con esa enfadosa alternancia de poder y, por ende, con los demás partidos políticos, tan prescindibles. En el futuro soñado por Iglesias, que se sepa, llamaremos democracia a la dictadura (como en la extinta República Democrática Alemana, RDA); votaremos por obligación, no por derecho, para que tras el recuento no se sumen más votos que votantes censados haya; las elecciones serán una mera pantomima que no engañará a nadie, y solo sufrirán menoscabo y quebranto las libertades y las personas.

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          Esta próvida pretensión necesita, para ser puesta en práctica, de un primer paso elemental que ya se ha intentando; de momento, sin éxito: el abordaje de la independencia judicial, en otras palabras, la instrumentalización de la Justicia. Con ella se consumaría el fin de la separación de poderes, desvirtuándose la democracia misma tal como la entendemos, pues el poder Ejecutivo usurparía las competencias del Legislativo y el Judicial. A través de estas intentonas fallidas se descubren los regímenes totalitarios. Por eso, amén de cuestiones particulares —«caso Dina»—, que aquejan al todavía vicepresidente Iglesias en su condición de pre-imputado por el Tribunal Supremo; por eso es tan importante modificar la ley orgánica de nombramiento de los jueces en el Consejo General del Poder Judicial. Si Sánchez e Iglesias, con el permiso de la Unión Europea, consiguiesen sacarla adelante, tendrían el camino expedito para el ordeno y mando.

          Es posible que ante semejante perspectiva, muchos puedan indignarse, con razón, pensando que su voto quiere utilizarse para algo para lo que su voto no fue dado. O peor, podrán indignarse, con más razón, al comprender, por fin, que el votante no cuenta para nada toda vez que la papeleta ha caído dentro de la urna. Los políticos, como genuinos corredores de bolsa, hacen y deshacen a costa de un puñado de papeletas, sin que el ciudadano tenga arte ni parte en sus decisiones.

          La Monarquía (gobierno de uno solo) no tiene buena prensa, a menos que ese uno solo, en vez de corona use castaña, y denomine República a su forma de regir, léase tiranía: forma degenerada de la Monarquía. La Aristocracia (gobierno de unos pocos, los mejores), hoy por hoy, es casi una utopía; habría que matizar: de los mejores… mediocres. Democracia, (¿gobierno de muchos?).

          ¿No serán los partidos políticos el verdadero cáncer de la democracia?

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