Vivimos tiempos en los que la embestida del Estado contra las libertades y derechos de los ciudadanos está alcanzando niveles que hace unos pocos años hubiéramos considerado imposible.
E intolerable. No me imagino yo a muchos de mis antepasados, aquí y en muchos otros lugares, asumiendo dócilmente lo que nosotros admitimos sin rechistar.
Las consecuencias de haber entregado nuestra libertad, nuestra propiedad, nuestra vida entera al Estado se traducen ahora en que, literalmente, nos estamos quedando sin libertad, sin propiedad y en muchos casos sin vida. O al menos, sin una vida que merezca la pena vivir, desde el punto de vista humano.
En lugar de hacer valer nuestros derechos, todos ellos anteriores al Estado, haber defendido nuestra familia, nuestras comunidades, nuestra Fe, todo anterior al Estado, hemos cedido sin vuelta atrás todo eso a las leyes.
La legislación positiva, la constitución y el sistema que “nos hemos dado” nos sustituye. Pero no nos damos cuenta de que no nos podemos dejar sustituir, que todo eso que hemos entregado no es solamente nuestro. Es nuestro y de los nuestros, de nuestra descendencia.
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Si por estupidez, por pereza, por comodidad, por envidia, por codicia o por cobardía dejamos que nos lo arrebaten todo, nos estamos traicionando a nosotros, a los nuestros, a los que nos sucederán y a Dios.
Porque, a poco que nos paremos a pensar, las leyes que nos gobiernan son injustas, dejando a un lado si son legítimas o no.
Son injustas porque se oponen al bien humano. En cuanto a su fin porque no se ordenan al bien común, sino al bien de unos pocos. En cuanto al autor, porque exceden con mucho de los poderes de aquellos que nos gobiernan. Y en cuanto a la forma, pues las cargas siempre recaen en los de siempre.
Y son injustas porque se oponen al bien divino, pues conducen a cosas contrarias a la ley divina e inducen a la idolatría de ese monstruo que es el Estado moderno.
Ocurre constantemente, pero con ocasión de esta llamada pandemia del coronavirus, la injusticia campa desbocada.
Ya sabemos, la ley, si no es justa, no parece que sea ley.
¿Saben, a estas alturas, nuestros compatriotas que hay que obedecer a Dios antes que a los hombres?
¿Seremos capaces de hacerlo ver otra vez?
¿Seremos capaces de hacerlo nosotros?
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